Colombia necesita hablar menos de “transición energética” y más de “adición energética”. ¿Por qué?
En Colombia, el debate sobre la transición energética ha ganado fuerza en los últimos años. Sin embargo, más allá del entusiasmo por las energías renovables, es necesario que el país adopte una visión más técnica y realista.
Más que hablar de “transición”, que implica dejar atrás unas fuentes para adoptar otras, deberíamos hablar de “adición energética”: una estrategia donde las fuentes tradicionales y renovables convivan para asegurar un suministro confiable, diversificado y sostenible, garantizando la seguridad y soberanía energética nacional.
Este no es un juego de palabras. Es una propuesta concreta, práctica y alineada con la realidad colombiana. Como abogado dedicado al derecho energético y de energías renovables que ha asesorado proyectos en el sector energético del país, he visto cómo los enfoques excluyentes generan incertidumbre y frenan el desarrollo del sector.
La adición energética plantea, por el contrario, una integración ordenada, donde cada fuente —ya sea hidroeléctrica, térmica, solar, eólica o gas natural— cumple un papel complementario dentro del sistema, considerando que la demanda energética de Colombia y la región crece aceleradamente y requiere soluciones pragmáticas que garanticen suministro constante.
La demanda crece, y la matriz debe adaptarse
Colombia necesita más energía. Según proyecciones de la Unidad de Planeación Minero Energética (UPME), la demanda eléctrica del país crecerá en promedio 3,2% anual hacia 2032.
Esto implica que en menos de 10 años podríamos necesitar más de 90.000 GWh anuales para atender hogares, industrias y transporte. Esa energía debe ser confiable, asequible y sostenible. Nunca excluyente.
El país tiene una matriz energética limpia y diversa: más del 65% de nuestra electricidad proviene de hidroeléctricas, pero estas son altamente vulnerables a los efectos del fenómeno de El Niño, que recientemente llevó los embalses a niveles críticos, generando alertas por posible racionamiento.
A eso se suma que, a la fecha, Colombia cuenta con reservas probadas de gas natural para 7,2 años y de petróleo para 7,5 años, según datos oficiales de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH, 2024).
También tenemos un enorme potencial para fuentes renovables no convencionales: los parques solares en el Cesar y los proyectos eólicos en La Guajira han captado el interés de inversionistas internacionales.
Sin embargo, estos proyectos enfrentan aún importantes desafíos de ejecución por razones técnicas, sociales, ambientales y de infraestructura.
De los más de 2.500 MW subastados en 2019, menos del 10% ha logrado entrar en operación, según informes del Ministerio de Minas y Energía.
No se trata de elegir ni de excluir: se trata de combinar y adicionar.
La adición energética reconoce que ninguna fuente, por sí sola, puede satisfacer las necesidades del país. Las energías renovables no convencionales (i.e. solar y eólica) son esenciales para reducir emisiones, pero su carácter intermitente no permite garantizar un suministro estable las 24 horas del día.
Por eso, necesitamos otras fuentes —como el gas natural— que sirvan de respaldo y permitan mantener la confiabilidad del sistema. Así no hablamos de una transición abrupta sino de una adición energética a la matriz eléctrica.
Colombia no puede darse el lujo de sacrificar su seguridad energética en aras de una transición apresurada, como ha venido pasando por el afán de montarse en un tren sin tener la carrilera.
En Europa, la crisis energética derivada del conflicto entre Rusia y Ucrania demostró los riesgos de abandonar prematuramente las fuentes convencionales. Alemania, por ejemplo, tuvo que reactivar plantas térmicas y construir terminales flotantes para importar gas. Colombia no puede repetir ese error.
Aquí, el gas natural (que abunda en nuestro territorio) cumple un papel fundamental como fuente de energía para la adición energética. Es menos contaminante que el carbón, tiene una infraestructura existente, y su uso permite ganar tiempo mientras las renovables siguen madurando tecnológicamente.
Además, impulsa el desarrollo regional, especialmente en zonas como el Caribe, donde hay proyectos de exploración costa afuera que podrían ampliar significativamente las reservas del país, y en donde también existe un potencial importante en yacimientos no convencionales.
Una hoja de ruta que dé confianza
Adoptar una visión de adición energética también mejora el clima para la inversión. Si el país envía señales claras de estabilidad normativa y de inclusión de todas las tecnologías, se facilitará la planificación de largo plazo.
Hoy, muchos inversionistas del sector eléctrico y gasífero enfrentan incertidumbre frente a decisiones de política pública que parecen cambiar de rumbo con cada administración.
La adición energética no significa perpetuar el uso de fuentes fósiles sin control. Significa usarlas inteligentemente mientras ampliamos la participación de las renovables, fortalecemos la red de transmisión, implementamos sistemas de almacenamiento, y desarrollamos nuevas tecnologías que permitan la confiabilidad del sistema.
El Plan Nacional de Desarrollo 2022–2026 menciona varias de estas acciones, pero es urgente materializarlas con lineamientos regulatorios coherentes y mecanismos de financiación efectivos, ya que lamentablemente todo ha quedado en el papel.
Los retos no son menores. Colombia necesita hoy consolidar un sistema energético resiliente y diversificado, aprovechando de manera eficiente todos los recursos disponibles —renovables y convencionales—, evitando decisiones ideológicas o precipitadas que pongan en riesgo la seguridad energética, garantizando la atracción de inversión privada con reglas claras y estables, eliminando la arbitrariedad y permitiendo el desarrollo económico y social.
El futuro energético no se construye desmontando lo que funciona, sino sumando soluciones inteligentes. Esa es la transformación hacia una Colombia más limpia, segura y con