Cuando el tono define el fondo
No es forma, es estrategia: el lenguaje que controla, desgasta y divide
Por: Rosa María Agudelo Ayerbe
Esta es la tercera entrega de mi cruzada personal por entender —y expresar— cómo nos afecta el lenguaje que usamos para hablar de política, de país y entre nosotros.
No escribo desde la neutralidad, porque yo misma tengo opinión y la expreso. Escribo desde el compromiso de analizar, con mirada propia y apoyada en voces como las de Hawkins, Goleman, Nussbaum o Mouffe, cómo el discurso público modela la conciencia colectiva.
Y quiero decir que no se trata de callar. No se trata de evitar el conflicto o endulzar los desacuerdos.
Todo lo contrario: se trata de expresarnos con fuerza, pero sin insulto. De disentir sin descalificar.
De participar pero desde un nivel más alto de conciencia. Porque opinar no es agredir. Y disentir no debe ser sinónimo de destruir.
Ese, para mí, es el verdadero reto ciudadano: convertirnos en actores conscientes del lenguaje que elegimos.
El lenguaje no solo comunica. También manipula.
David R. Hawkins ubicó el miedo y la rabia en los niveles más bajos de su Escala de Conciencia.
Emociones reactivas, altamente contagiosas y peligrosas cuando se usan para dirigir sociedades. Son eficaces para movilizar, sí. Pero no para construir.
Lo que Hawkins plantea —y otros autores como Goleman, Nussbaum o Chantal Mouffe confirman desde distintos campos— es que hay emociones que nos activan pero no nos elevan.
Que nos hacen reaccionar, pero no pensar. Y cuando el lenguaje político apela constantemente a estas emociones, no es un accidente. Es una estrategia. En Colombia, esa estrategia se volvió costumbre.
No es solo el presidente. Ni solo la oposición. Ni solo las redes. Es un estilo de hacer política que se ha extendido como un virus emocional.
Uno que premia el escándalo, el sarcasmo, el ataque personal.
El resultado es que dejamos de escucharnos. No por falta de argumentos, sino por saturación emocional.
Cada palabra cargada de rabia se convierte en una piedra más en el muro que nos separa. Cada mensaje que insulta o humilla, aunque venga disfrazado de valentía, es una forma de control emocional.
Mientras tanto, hablamos de salud mental.
La nueva ley de salud mental es, sin duda, un paso importante. Reconoce que el bienestar emocional no es un lujo, sino un derecho.
Pero ¿Cómo cuidamos la salud mental de una sociedad si el discurso público que la atraviesa es constantemente agresivo, sarcástico, incendiario?
No se trata de exigir líderes perfectos. Se trata de hacernos una pregunta incómoda:
¿Qué energía estamos promoviendo cada vez que opinamos, compartimos o aplaudimos un discurso lleno de rabia?
Porque el lenguaje político no solo viene de arriba.
También se construye desde abajo. Desde los chats, los titulares, los memes, los comentarios en redes. Y si no nos hacemos conscientes del tono que elegimos, terminamos replicando aquello que decimos rechazar.
¿Cómo salimos de esa trampa?
Hawkins decía que por debajo del nivel 200 vivimos atrapados en emociones que que nos desgastan.
El miedo, la rabia y el resentimiento no son solo estados personales: se convierten en atmósferas sociales cuando se instalan desde el discurso público.
Y en Colombia, ese discurso —más que informar o proponer— parece diseñado para mantenernos emocionalmente inflamados. No es casual.
Una ciudadanía en estado de alerta constante es más fácil de dividir, más fácil de manipular, más fácil de controlar.
El problema es que ese costo lo pagamos todos, y no solo en el debate político: lo pagamos en la salud mental colectiva, en la forma en que nos hablamos en casa, en la fatiga emocional que sentimos cada vez que encendemos una pantalla.
Diversos enfoques han abordado la rabia en la política desde perspectivas contrastantes. Martha Nussbaum propone diferenciar entre una ira orientada al castigo —centrada en hacer pagar al otro por un daño— y una ira de transición, que canaliza la emoción hacia la reparación y la prevención de nuevas injusticias.
Por su parte, Chantal Mouffe sugiere que las pasiones, incluida la rabia, son parte constitutiva de lo político y no deben suprimirse, sino encauzarse en proyectos colectivos que representen los intereses de quienes se sienten excluidos.
Ambas coinciden en que la gestión emocional no es un asunto privado, sino una dimensión central de la vida pública.
¿Cuál es nuestro papel como ciudadanos?
En ese contexto, el papel del ciudadano no se limita a elegir entre discursos enfrentados, sino a observar con atención el tono emocional que esos discursos transmiten.
La forma también comunica. Evaluar el lenguaje político no es solo preguntarse si se está de acuerdo con lo que se dice, sino también en cómo se dice y qué efecto tiene en quien escucha.
Esa conciencia puede marcar la diferencia entre reaccionar y comprender, entre replicar una emoción y transformarla.
Porque en el fondo, el clima emocional de una sociedad no lo define solo el poder: también lo moldea la forma en que respondemos como ciudadanía.
¿Cómo cuidar tu salud mental cuando el lenguaje público agobia?
1. Ponle nombre a lo que sientes
Antes de reaccionar, reconoce la emoción. Saber si estás frustrado, herido o agotado te ayuda a no actuar desde el impulso.
2. Filtra lo que consumes
No todo merece tu atención. Si un mensaje solo busca enojarte o dividir, puedes elegir no abrirlo, no comentarlo, no compartirlo.
3. No respondas enseguida
Haz una pausa. La reacción inmediata suele ser combustible para el conflicto.
4. Cuida tu propio lenguaje
Disentir no exige destruir. Elegir bien las palabras es una forma de protegerte y de cuidar a los otros.
5. Elige espacios que te equilibren
Una conversación amable, un paseo, una canción, un silencio. Tu mente también necesita lugares donde no se grite.
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