Crónica del día que el hombre llegó a la luna

A cincuenta años de años sin cuenta

lunes 22 de julio, 2019

Johnny Delgado M.

¡Cómo ha pasado el tiempo! Así me dijo un amigo cuando en días recientes le recordé una deuda que tiene conmigo desde hace tres años. Y es verdad. Los quehaceres cotidianos nos han absorbido y ya ha pasado medio siglo desde aquella noche tibia de julio de 1969.

Entonces el barrio Municipal tenía un centenar de casas, cuyos dueños eran casi todos compañeros de trabajo. Solo había dos televisores en el barrio. El nuestro, un viejo Phillips holandés que mi papá le compró a don Salomon Kahn, el dueño del Salón París y el Centro Social, y el de la casa de los Ramírez, situada cien metros abajo de la misma calle 32.

De alguna manera, seguramente al escuchar las noticias de Armonías del Palmar o Radio Luna, los mayores se dieron cuenta del suceso: el hombre había viajado a la luna. Y lo transmitían por televisión. Todavía no había llegado la moda de apocopar las cosas y decirle “la tele”. Por alguna razón –aunque ya Murphy existía- pero no conocíamos sus leyes, el armatoste de la casa estaba fuera de servicio. Por enésima vez el “transformador del flight”, así le decía el radiotécnico Cornelio Zambrano a mi padre, estaba fallando.

Las figuras se distorsionaban a lo ancho de la pantalla y fue la única forma de ver más musculado al Flaco Agudelo en Operación Jaja. Es que en esos tiempos todo era heroico. Por las tardes llegaba doña Angélica a ver Simplemente María y cuando hacía mucho viento, las imágenes no se estaban quietas. Con paciencia se acuclillaba a manipular los botones del Phillips y trataba de fijar la imagen en la pantalla.

Si el problema persistía ya entraban los hombres a subirse al techo a cuadrar la antena. A veces, las vecinas y mis hermanas esperaban con estoicismo que doña Angélica al frente del televisor en sus funciones de técnica les permitiera ver algo de la telenovela.

Tocó el plan B. Perdón, esto es un anacronismo. No hay de otra se decía por aquél entonces. Nos fuimos esa noche para la casa de don Israel. Una veintena de señoras y sus maridos, muy pocos muchachos, estábamos en el antejardín de los Ramírez viendo el espectáculo.

Habían sacado el televisor de la casa para que todos pudieran ver. Las imágenes borrosas en blanco y negro no disminuyeron el interés de todos. Estuvimos casi dos horas y a las diez, satisfechos retornamos a la casa. En el camino, se escuchaban los comentarios de asombro de los vecinos por el logro humano. Es que fuimos una generación de muchachos afortunados. No nos faltó nada, como dijo Julián Rodríguez: tuvimos paperas, sarampión y varicela. Nos hicieron mal de ojo. Nos asustaron con el Monstruo de los mangones.

No tuvimos nintendos ni celulares pero jugamos trompo, yoyo, balero y zumbambico. Con las bolas de cristal jugamos al cuadro, a los cinco hoyos y a la Vuelta a Colombia en los terraplenes abandonados de las zanjas del acueducto y alcantarillado. En tiempos de vacaciones o en las tardes y noches jugábamos fútbol o al béisbol en el mangón del frente de la casa. Después de cenar salíamos a jugar al coclí y mientras las mujeres veían televisión en la casa, los hombres de la barra jugábamos a la guerra y libertad.

Las muchachas jugaban Yas en la casa y hacían comitivas con las amigas vecinas. No pagamos por un costoso Netflix pero teníamos algo mejor: cada viernes don Villalobos llegaba con su cine ambulante y proyectaba películas en la caseta comunal.

Un peso valía la entrada. Y allí nos divertíamos viendo en blanco y negro las películas mexicanas de Cantinflas, Viruta y Capulina, Tony Aguilar y El Santo. Para mantener su clientela cautiva, don Villalobos tenía maneras ingeniosas de anunciar una película a color con el rimbombante pregón: “En technicolor y cinemascope, esta noche, Cien Rifles con Raquel Welch”. Cuando había fútbol de la Copa Libertadores donde participaba el Deportivo Cali, y coincidía con el horario de la película, Villalobos interrumpía el cine un instante y anunciaba por micrófono, los goles y el marcador.

Más allá de la carrera espacial

Es cierto que la carrera espacial entre los dos imperios produjo colateralmente avances tecnológicos. Al poco tiempo pudimos ver la televisión vía satélite. En aquél tiempo rumbo a Calipuerto, habíamos visto surcar el firmamento a los aviones con profesión a chorro, como decía una humilde vecina, dando cátedra a sus hijos.

Pero en estos territorios tercermundistas, la necesidad y precariedad en otros casos, impulsaba la creatividad. Si no cómo se explica que los deseos de ver televisión a color, impulsó a que algunos buhoneros trashumantes llegaran a las calles del barrio vendiendo pantallas de cristal con un color difuminado desde el rosa hasta el azul que daba la sensación de ver “algo” en color en la pantalla. Había que tener mucha imaginación en las chicas para ver los ojos azules de Roger Moore en Dos tipos Audaces o de nosotros para ver los ojos violetas de Liz Taylor en Cleopatra. Pero estas iniciativas también se trasladaron al cine.

Don Villalobos llenaba unas expectativas básicas por decir algo. De barriada. De corral. Pero teníamos más aspiraciones. Queríamos ir al Centro a ver cine. Nuestro contacto con el centro era solo visual. Desde el barrio se veían en ese entonces las cúpulas de las cinco iglesias: San Pedro, Los Carmelos, La Trinidad, Los Agustinos y la Catedral. La ciudad de Palmira era un emporio de los cinemas.

Los teatros pululaban en el centro del poblado: Palmeras, Palmira, Paraíso, Rienzi, Materón, Libertad, Obrero, Delicias, entre otros, acogían a todos los gustos y públicos. Pero nosotros viviendo en la periferia, con limitaciones pero no como los cinturones de tugurios de otras ciudades, aspirábamos poder asistir al cinema. El problema era que si había plata para la entrada de uno, del pasaje y el mecato, los demás hermanos no podían ir.

La solución nos cayó del cielo. El Gordo Ricardo González, mucho mayor a nosotros, tenía un tío que lo contemplaba mucho. Le daba dinero cada semana para ir a matiné. Así pasaba cada domingo a las ocho de la mañana al frente de nuestras casas y saludaba. -Chao muchachos- decía, a sabiendas del encargo lúdico bajo sus hombros. Tomaba el bus de la Palmirana para el centro y regresaba a la una pasada.

Lo veíamos bajar del bus y nos daba un breve adelanto: el nombre y los actores de las dos películas vistas. Se iba a almorzar de inmediato y en unos cuantos minutos salía de nuevo. Un grupo de muchachos nos sentábamos en los muros de la casa comunal del barrio Provivienda a escuchar meticulosamente cómo Ricardo nos contaba las películas. Gesticulaba, caminaba, se bajaba un sombrero imaginario.

Deslizaba sus manos sobre el pantalón de terlenka para desenfundar las pistolas de los duelos y su voz imitaba las balas de los enfrentamientos entre el sheriff y los bandidos. Así conocimos los personajes de Django, Ringo, Santana, Fierro, Pancho Villa y sus actores Franco Nero, Giuliano Gema, Lee Van Cleff y Burt Lancaster, sin salir del barrio.

Por eso para nosotros los muchachos casi todos de edad de diez años, la llegada a la luna no nos abrumó tanto. Nuestro barrio era una pequeña enciclopedia de saberes y emociones que sus vecinos recitaban a diario en los buses, las casas y las calles. Si quería escuchar tangos era no más prestar atención a doña Aida de Serna que con un aguamanil lleno de ropa en su cabeza, pasaba diariamente rumbo al zanjón Romero.

En el camino iba cantando tangos de Gardel y Magaldi. También se podía en las mañanas ver pasar a Peineta, el viejo lotero que cantaba tangos y milongas con su voz grave y opaca. Era un mundo más sencillo donde el terror de los padres era que sus hijas no se enamoraran de un marihuanero. Tiempos de camajanes. Esos muchachos malosos de la época eran unos santos varones comparados con los de hoy.

Nuestra generación vivió su infancia en los gloriosos años sesenta como fruto de las inquietudes de la generación de posguerra que nos precedió. Fue la década contestataria de los Beatles, del Concilio Vaticano II, de la píldora, de la resistencia del pueblo vietnamita y del mayo francés.

Nosotros también tuvimos esa primavera y la vivimos intensamente. Por eso es que, a medio siglo de ese hito tecnológico, materialista y colonizador, contamos esto que estaba sin contar. Ahora hemos perdido esa inocencia provincial.

Lo cosmético se impuso a lo ético. Los soviéticos y norteamericanos no volvieron a la luna. Pero ella nos visita siempre, sin pretensiones. Para quienes vivimos esto, por nada del mundo cambiamos esas lejanas noches de plenilunio con su disco fulgurante despuntando por Las Hermosas.

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