Abolicionismo de la esclavitud

Célimo Sinisterra

Desde mi concepción filosófica, nunca se debió hablar de abolición de la esclavitud, porque para mí tal práctica nunca debió haber existido.

El sometimiento a servidumbres, a prácticas inhumanas como los trabajos forzados y a castigos insoportables como el cepo, entre otros, se constituyó en el diario acontecer por parte de los europeos invasores del Abya Yala, hoy continente americano.

No obstante, es preciso decir que las prácticas esclavistas no florecieron con la llegada de Colón. Los israelitas fueron esclavizados en Egipto por cuatrocientos años, según la profecía en el Génesis.

Los atenienses perdieron la guerra del Peloponeso frente a los espartanos y fueron sometidos a la servidumbre. Hablamos de cientos de años antes de Cristo.

Por siglos, la humanidad convivió con una de sus instituciones más crueles: la esclavitud. Hombres y mujeres reducidos a mercancía, a instrumentos de trabajo, a sombras sin nombre ni derecho.

Sin embargo, también desde tiempos remotos surgieron voces que se alzaron contra esa barbarie. Entre ellas, la del obispo Gregorio de Nisa, quien en el siglo IV se atrevió a condenar moralmente la esclavitud, anticipándose quince siglos a los grandes abolicionistas modernos.

Su pensamiento fue semilla de una corriente que, siglos más tarde, inspiraría a figuras como William Lloyd Garrison, Lydia Maria Child y Harriet Beecher Stowe en la cruzada por abolir la esclavitud en los Estados Unidos. Pero antes de ellos, en América Latina, la rebeldía también germinó.

Túpac Amaru II, en el Perú del siglo XVIII, decretó la abolición de la esclavitud mucho antes de que los imperios coloniales lo imaginaran posible. Su sueño fue ahogado en sangre, pero su gesto encendió una llama que ardería más allá de los Andes.

El ejemplo de Haití fue decisivo. La revolución de los esclavizados, liderada por Toussaint Louverture y sus compañeros, marcó un punto de no retorno: por primera vez, los esclavizados tomaban su libertad con las manos y la convertían en nación. Su victoria, en 1804, inspiró al propio Robespierre en Francia a abolir la esclavitud en 1794.

El eco de esa gesta se extendió por el continente, donde los ideales de libertad y derechos humanos del liberalismo se entrelazaron con las luchas concretas de quienes aún vivían encadenados.

Las mujeres negras, en particular, resistieron de maneras que la historia apenas empieza a reconocer. A través de demandas judiciales, reclamaron su libertad en tiempos en que el sistema colonial las consideraba incapaces de hacerlo.

Su valentía fue también un acto de abolicionismo: una revolución desde el silencio, la sombra y, sobre todo, desde la marginalidad y la opresión que ejercían los amos.

Cada país tuvo su propio proceso. Chile, pionero en Hispanoamérica, aprobó en 1811 la “libertad de vientres” gracias a la iniciativa de Manuel de Salas, y abolió definitivamente la esclavitud en 1823.

Brasil, en cambio, fue el último: su Ley Áurea de 1888, firmada por la princesa Isabel, puso fin formal al comercio de personas esclavizadas, aunque los ecos de esa herida siguen presentes y se evidencian cada día en los establecimientos de educación superior, en la Iglesia y, sobre todo, en las fuerzas castrenses.

Hoy, cuando creemos que la esclavitud pertenece al pasado, casos como el de Lydia Mugambe —condenada en 2025 en Inglaterra por someter a otra mujer africana— nos recuerdan que la libertad nunca es una conquista definitiva.

En el territorio patrio, es decir, en la amada República de Colombia, se logró la abolición de esta práctica inhumana gracias a la Ley 2 del 21 de mayo de 1851, bajo el mandato del presidente caucano José Hilario López.

Sin embargo, ese grito de fervor y alegría de los negros se ahogó cuando, desde las altas esferas, se escuchó el clamor de que había que indemnizar a los blancos esclavistas por haberlos dejado sin mano de obra gratuita.

En el peor de los casos, ya no podrían castigar con azotes a los negros, práctica que llenaba de orgullo al esclavista y le provocaba enorme satisfacción al ver cómo el pobre negro se desangraba y moría. Incluso mujeres con más de 28 semanas de gestación eran colgadas de un árbol y dejadas a su suerte hasta morir.

Desde mi hermenéutica filosófica, el abolicionismo no es una fecha ni una ley: es una lucha continua contra todas las formas de dominación.

Es la afirmación radical de la dignidad humana. Porque, como escribió Douglass, “no hay progreso sin lucha”. Y la lucha por la libertad apenas comienza.

Comments

miércoles 12 de noviembre, 2025

Otras Noticias