¿Apto para gobernar? La pregunta que ya no pueden callar
¿Está el presidente en condiciones plenas para ejercer su cargo? la pregunta, que durante meses muchos intentaron desestimar como una exageración política, hoy se ha convertido en una inquietud legítima del país.
Ya no proviene de rumores ni de sus detractores habituales, sino de hechos, comportamientos y advertencias que han obligado a la Comisión de Acusación a considerar un examen toxicológico para el jefe de Estado.
No se trata de un acto de persecución, sino de un asunto de Estado, cuando la estabilidad del presidente entra en duda, la institucionalidad no puede darse el lujo de mirar hacia otro lado.
Si algo ha demostrado este gobierno es su obsesión por minimizar problemas graves, convertirlos en simples anécdotas y blindarse con la etiqueta de “persecución”.
Pero esta vez el libreto no les alcanza. Cuando la Comisión de Acusación estudia la posibilidad de un examen toxicológico al presidente, no lo hace por afán de espectáculo, lo hace porque hay un cúmulo de señales que obligan a superar el terreno político y entrar al terreno institucional.
Y el país tiene derecho y necesidad de saber si su mandatario está en condiciones plenas de ejercer el cargo más exigente del Estado.
Aquí es donde mi postura cobra una relevancia que algunos preferirían evitar, porque no le juega al escándalo ni a la espuma del día, sino al rigor institucional.
Lo he dicho sin rodeos, aunque eso incomode al Gobierno y contradiga su narrativa victimista, cuando existen denuncias formales y dudas sobre la capacidad del presidente para ejercer sus funciones, las instituciones no deben temblar. Deben actuar.
Y actuar no es perseguir; actuar es proteger al país. La prudencia institucional no consiste en guardar silencio para no ofender al poder, sino en investigar con seriedad para resguardar el Estado Social de Derecho.
Guardar silencio por “conveniencia política” sería, en sí mismo, una forma de traición a la República.
Yo no me presto para el teatro. Me niego a aceptar el chantaje emocional que pretende convertir una evaluación técnica en un ataque personal.
El país no puede darse el lujo de tener un mandatario bajo sospecha permanente. Eso mina la credibilidad del Estado, fractura el equilibrio del poder y somete a la ciudadanía a una incertidumbre inaceptable.
La institucionalidad debe actuar no para perseguir al presidente, sino para garantizar que la Casa de Nariño no siga siendo un enigma clínico protegido por el discurso político.
La pregunta no es si Petro se siente ofendido por la posibilidad del examen; la pregunta es si Colombia puede seguir gobernada en medio de sospechas que afectan la estabilidad política, la economía, la seguridad y la confianza internacional.
Un presidente bajo una sombra permanente es un riesgo, no un simple problema de imagen. Y este gobierno, en vez de disipar las dudas con transparencia, las ha alimentado con improvisación, contradicciones, apariciones erráticas y silencios que dicen más que cualquier declaración.
Por eso la Corte Suprema tiene en sus manos algo más grande que un trámite judicial. Tiene en sus manos la posibilidad de devolverle al país un principio básico: que la verdad no se negocia, sobre todo cuando se trata del jefe de Estado.
Autorizar la prueba enviaría un mensaje contundente: que en Colombia las instituciones funcionan incluso cuando deben examinar al presidente.
Negarla sin razones jurídicas de peso, en cambio, sería un golpe a la confianza institucional que ya está bastante erosionada.
En este momento, el país necesita certezas. Necesita un fallo que no proteja sensibilidades, sino el equilibrio del poder. Necesita saber que no está siendo gobernado entre rumores, silencios prolongados y explicaciones vagas.
Y si el resultado del examen demuestra que no hay nada que temer, mejor para todos. Pero si revela algo distinto, también será mejor saberlo que seguir fingiendo normalidad.
Porque al final, esto no es sobre Petro. Es sobre Colombia. La hora de la verdad llegó. Y esta vez, las instituciones no pueden fallarle al país.