Cali no puede acostumbrarse al estruendo

Carlos Hernán Rodríguez Naranjo

He caminado esta ciudad en madrugadas de puestos de control y en tardes de consejos de seguridad. Sé lo que significa que un barrio vuelva a abrir sus tiendas tras una noche larga y también lo que duele recoger los vidrios después de una explosión.

Por eso escribo hoy, no para normalizar el miedo, sino para decir con claridad: Cali no puede —ni debe— acostumbrarse al estruendo.

El 21 de agosto, un camión bomba explotó a metros de la Base Aérea Marco Fidel Suárez. El saldo, a la fecha, duele leerlo: 7 personas fallecidas y más de 70 heridas.

Las autoridades atribuyen el ataque a estructuras del Estado Mayor Central (disidencias de las FARC). Esta agresión no fue un relámpago aislado; es la expresión más brutal de una ola de instrumentalización terrorista que viene escalando en el suroccidente del país desde 2023.

Quienes hemos servido en la administración local sabemos que la seguridad empieza en lo básico: presencia, prevención e inteligencia; y se consolida con justicia efectiva y oportunidades.

En los últimos meses, la ciudad venía exhibiendo señales mixtas: mientras algunas cifras de delitos comunes mostraban caídas puntuales —por ejemplo, la Alcaldía reportó en julio una reducción interanual de homicidios de 17%—, la presión de las economías ilegales y la disputa entre actores armados aumentaba en el suroccidente, incubando exactamente lo que vimos: acciones con explosivos para causar terror y ganar titulares.

A nivel local, la tarea inmediata es doble. Primero, blindar los entornos críticos (bases, estaciones, hospitales, terminales, centros educativos) con anillos de seguridad que combinen controles vehiculares, monitoreo de cámaras y patrullajes reforzados con inteligencia de nuestras fuerzas.

Segundo, cuidar a la gente: rutas seguras de movilidad, protocolos de reacción inmediata por cuadrantes y una comunicación de alerta oportuna que informe sin alarmar.

Nada de esto es retórica: tras la cadena de ataques coordinados del 10 de junio de 2025 en el suroccidente, la Policía contabilizó al menos 24 acciones violentas en pocos días —un aviso claro de que existe una escalada que solo se puede mitigar con control territorial inmediato y judicialización rápida.

También debemos hablar con franqueza de tendencias. El Valle del Cauca, entre enero y julio de 2025, reportó reducción en hurtos y un leve descenso de homicidios a nivel departamental, pero con focos urbanos críticos como Cali que requieren intervenciones diferenciadas por comuna y corredor (entrada/salida Yumbo–Cali, sur metropolitano hacia Jamundí, y vía al mar).

Cuando bajan los delitos comunes y suben los ataques de alto impacto, el mensaje es claro: no es más seguro un territorio donde el ciudadano se siente bajo fuego, aunque le roben menos.

El indicador que guía la política pública no puede ser solo el conteo de hurtos, sino la capacidad de disuasión frente a la violencia organizada.

En el ámbito regional del suroccidente (Valle, Cauca, norte del Nariño), la convergencia de corredores del narcotráfico, minería ilegal y extorsión ha creado unas condiciones de riesgo que exceden los límites municipales.

Los explosivos son hoy mensajes políticos y económicos: buscan intimidar a la Fuerza Pública, paralizar logística urbana y presionar negociaciones criminales.

Conocedores del tema de la seguridad lo han dicho con crudeza tras el atentado de Cali: no es un ataque aislado, es el síntoma de una crisis regional que exige operaciones sostenidas, cooperación judicial interdepartamental e inversión social con focalización, donde el Estado haga más costoso el crimen que la legalidad.

Pero hay un aspecto que no puede pasar inadvertido: la falta de articulación en la voz del Gobierno nacional.

Mientras el presidente Petro envía un mensaje, su ministro de Defensa parece emitir otro distinto.

En seguridad, el país no se puede dar el lujo de contradicciones públicas. La ciudadanía necesita saber quién lidera, cuál es el plan y cómo se mide el avance.

La descoordinación política, sumada al vacío de autoridad en los territorios, termina por favorecer al crimen organizado, que siempre aprovecha la confusión para ganar terreno.

A escala nacional, el doble golpe del 21–22 de agosto —el derribo de un helicóptero policial en Antioquia y el camión bomba en Cali— forzó decisiones de alto nivel: declaración formal de grupos como organizaciones terroristas, refuerzo del pie de fuerza y medidas de emergencia.

Más allá de la coyuntura, Colombia necesita una doctrina de seguridad ciudadana para tiempos de paz imperfecta: una que diferencie entre delincuencia común y amenazas con capacidades militares ilegales, y que articule, sin improvisación, labores de inteligencia, justicia, política de drogas y política social. El país no puede administrar la violencia; debe reducirla estructuralmente.

Cali es la puerta del Pacífico, y el Pacífico es el futuro de Colombia. No vamos a renunciar a nuestra ciudad ni a permitir que la política de seguridad sea rehén del oportunismo.

La ciudadanía exige liderazgo sereno, datos abiertos y resultados verificables. Cuando el Estado se coordina y la comunidad confía, el silencio vuelve a ser solo silencio —y no la espera del próximo estallido.

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martes 26 de agosto, 2025

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