CALI, Terrorismo 2.0
Escribo esta columna mientras escucho el ulular de las ambulancias y me entero, a través de las redes sociales, de los múltiples atentados explosivos ocurridos en la mañana del martes 10 de junio en diversos puntos de Cali y su periferia.
Soy parte de una generación marcada por el narcoterrorismo de los años noventa, la que descubrió que el miedo también puede ser un arma de guerra.
Hoy, veo con inquietud cómo ha evolucionado la eficacia del terror, aunque mantiene su misma y terrible esencia: desestabilizar, paralizar, infundir miedo.
Debemos reconocer que las redes sociales se han convertido en potentes cajas de resonancia que amplifican el estruendo, con o sin verificación previa de nuestra parte.
Y la ciudad —nuestra ciudad, que es un ser vivo— responde: se repliega. Entonces aparecen los verdaderos damnificados… No son las estructuras físicas ni los vehículos, no.
Son los niños que dejan de asistir al colegio, los trabajadores que regresan a casa, los vendedores ambulantes que pierden su día.
Los viejos caleños, los que tenemos ya canas en las sienes, conocimos este rostro oscuro del país. Y hemos demostrado, a pesar de todas las complejidades de nuestra amada ciudad, que somos una sociedad resiliente.
Por eso, nuestra memoria no puede ser solo recuerdo, sino advertencia. Y esa resiliencia tan valorada no puede convertirse en indiferencia, y mucho menos en silencio.
Debemos enseñarles a las nuevas generaciones que el terror, cuando se le enfrenta con dignidad y con verdad, pierde su fuerza. Y Cali, que ya venció al miedo antes, no debe —ni deberá— estar dispuesta a arrodillarse de nuevo.