China, ¿rival o socio?
En el nuevo orden multipolar, el destino de China no es solo un asunto asiático: es un factor estructural que redefine equilibrios globales, reactiva tensiones ideológicas y plantea dilemas estratégicos para América Latina.
Pero más allá de la narrativa dominante —que presenta a Pekín como amenaza inevitable— conviene preguntarnos: ¿y si China no termina siendo el adversario que todos temen?
La historia moderna del gigante asiático ha sido cualquier cosa menos lineal. En un siglo, transitó del imperialismo al maoísmo y, luego, al capitalismo de Estado.
Hoy, bajo el mando de Xi Jinping, proyecta un liderazgo autoritario y nacionalista que desafía abiertamente la hegemonía occidental.
Pero no todo está escrito. Como plantea el historiador Rana Mitter en su artículo The Once and Future China, es posible que el futuro de China no consista en una espiral de confrontación, sino en una transición hacia una forma más pragmática de poder.
El dilema está en su núcleo ideológico: el sueño de ser rica, fuerte y moderna, aunque sin dejar de ser China. Esta fórmula, que combina autosuficiencia tecnológica con orgullo civilizatorio, ha sido el motor del ascenso chino.
Pero también su mayor contradicción. Porque para continuar creciendo, China necesita apertura, capital y confianza internacional.
Y su actual postura, marcada por el control interno y la presión externa —como lo demuestra su obsesión con Taiwán—, erosiona precisamente esos factores.
Un conflicto en el estrecho de Formosa no solo pondría en riesgo la estabilidad asiática, sino que también paralizaría el suministro mundial de semiconductores, desataría sanciones económicas severas y provocaría un aislamiento de consecuencias incalculables para China misma.
Es por eso que el verdadero giro podría no venir por presión internacional, sino desde adentro.
Las generaciones que hoy ascienden al poder en China no vivieron la Revolución Cultural. Son hijos del auge económico, más expuestos a la globalización, menos atrapados en la narrativa del trauma.
Si logran desplazar la lógica del conflicto por una de influencia, podríamos ver el surgimiento de una China menos militarista, más tecnocrática y estratégicamente enfocada en liderar el siglo XXI sin destruirlo.
Para Colombia, ese matiz importa. Una China más estable, orientada a la cooperación verde, podría ser un aliado clave en infraestructura, tecnología y transición energética.
Pero si el curso sigue militarizándose, nuestra región quedará atrapada en dilemas cada vez más agudos.
No se trata de elegir entre Washington y Pekín, sino de tener una lectura lúcida del nuevo ajedrez internacional. Prepararse para ambos escenarios no es pesimismo: es estrategia.
Porque el futuro —como China misma—no se define con certezas, sino con decisiones bien informadas. Y si queremos soberanía en un mundo interdependiente, más vale que empecemos a jugar como jugadores, no como espectadores.