Cuando los que mandan pierden la vergüenza…
Nadie nace sabiendo cómo ser padre. Es un aprendizaje in situ donde la autoridad se ejerce con el ejemplo.
Tal vez de esa esencia íntima de la familia proviene el aforismo: “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.
El respeto es un espejo: Un padre lo recibe en la misma medida en que lo da y, sobre todo, en la medida en que lo sostiene con sus actos. No hay manera de exigir respeto mientras se desafía la lógica del ejemplo.
Los hijos no obedecen porque el padre tiene más fuerza o más años, sino porque reconocen en él una coherencia moral: promete y cumple, corrige sin humillar, exige lo que él mismo practica. Ahí nace la obediencia.
Pero basta que el adulto pierda la vergüenza para que algo se quiebre. Si el padre miente sin pudor, el hijo deja de creer; si corrige a gritos, el hijo deja de escuchar; y si se burla de las reglas de la casa, el hijo termina burlándose de la autoridad que las sostiene.
Esta ecuación se aplica también al gobierno de los pueblos. Es la misma lógica, pero amplificada: así como cuando quien dirige el hogar pierde el pudor los hijos dejan de tomarlo en serio, cuando quien dirige la nación pierde la vergüenza los ciudadanos dejan de respetarlo.
Si un gobernante miente, el ciudadano deja de creer. Si insulta, el ciudadano deja de escuchar. Y si se burla del cargo que ocupa, los ciudadanos terminan burlándose de las instituciones.
El poder es un servicio y no un capricho; porque cuando la vergüenza desaparece, el respeto se va con ella.