Cuando Washington abraza a un viejo enemigo
Hace poco fuimos testigos de una escena que parecía desafiar la memoria reciente: Ahmed al-Sharaa, excombatiente de al-Qaeda y hasta hace un año perseguido por Estados Unidos, entró a la Casa Blanca para reunirse con Donald Trump.
La escena, casi que surreal, reveló el nuevo acto de una obra más compleja: el antiguo prisionero convertido en aliado contra el Estado Islámico.
En el fondo, lo que presenciamos no es un simple acuerdo táctico, sino la aparición de un equilibrista obligado a caminar sobre una cuerda floja geopolítica que cruza Oriente Medio, Washington, Moscú y Pekín. Una acrobacia que reordena incentivos, crea contradicciones y abre un tablero que nadie controla del todo.
El primer tramo del pacto se explica desde el pragmatismo. Siria se une formalmente a la coalición anti Estado Islámico, mientras Washington renueva por seis meses la suspensión de las sanciones más duras.
De esta manera, Sharaa obtiene oxígeno político y financiero; EE.UU., un socio inesperado. Pero la cuerda empieza a tensarse cuando observamos que el nuevo gobierno sirio es sostenido por la milicia HTS y miles de combatientes extranjeros integrados al ejército, incluidos unos 3.500 uigures del Partido Islámico del Turquestán.
Para China, que justificó su política en Xinjiang señalando a ese mismo grupo como amenaza, verlos ahora uniformados y legitimados por un aliado de EE.UU. es una pesadilla cuidadosamente documentada.
El segundo tramo del equilibrio abre otro riesgo. Durante una década, la lucha contra el Estado Islámico en Siria se apoyó en las Fuerzas Democráticas Sirias, la coalición kurda que custodia a más de 45.000 detenidos vinculados al grupo terrorista.
La fuerza de los kurdos en la mesa de negociación provenía de que Estados Unidos las trataba como su socio indispensable y, por tanto, como el interlocutor privilegiado frente a Damasco.
Ese respaldo ya no tiene el mismo peso. Con Sharaa reconocido ahora como aliado directo de Washington, los kurdos pierden la exclusividad estratégica que les permitía presionar por autonomía.
A ello se suma la línea roja que el propio Sharaa marca frente a Israel, pues descarta unirse a los Acuerdos de Abraham y recuerda que vive un conflicto activo en los Altos del Golán. El aliado que EE.UU. gana en Damasco es el mismo que desafía a su aliado más sensible en la región.
El tercer tramo del equilibrio involucra a Rusia. Pese a que Moscú bombardeó durante años al grupo de Sharaa y pese al desgaste que supone la guerra en Ucrania, Rusia ha mantenido sus bases estratégicas y conserva la capacidad de ofrecer grano, energía y un veto amistoso en la ONU.
Sharaa busca una política exterior de “cero problemas”, pero en realidad practica un juego multi-vector: usa la sombra rusa como advertencia para Washington, mientras los kurdos recurren a Moscú como seguro ante un posible abandono estadounidense.
En este tablero, la pregunta no es quién ganará, sino cuánto puede sostenerse un equilibrio construido sobre contradicciones tan profundas.
¿Puede un mismo actor colaborar con EE.UU., desafiar a Israel y legitimar a militantes que inquietan a China?, ¿hasta qué punto pueden soportar los kurdos un acuerdo que los relega?, ¿y qué implica que Rusia conserve influencia sin capacidad financiera para sostenerla?
Lo evidente es que la nueva Siria no está eligiendo bandos, sino que está administrando riesgos. Sharaa pasó de comandante rebelde a equilibrista forzado, consciente de que cada paso que lo estabiliza frente a una potencia lo desestabiliza frente a otra.
Su desafío no será reconstruir un país destruido, sino avanzar sabiendo que debajo de la cuerda no hay red.