El cocodrilo que me resopló en la nuca
Aun no tengo claro el porqué de mi fascinación por los cocodrilos, caimanes o tulicios, pero seguramente tiene que ver con el haberme aprendido -en tercero de primaria y de memoria- “El Sermón del Caimán”, una fábula con deliciosos versos, escrita por Rafel Pombo, “el poeta de los niños”.
En ese texto aleccionante, un caimán “largo, ojiverde y más feo que podrido tronco viejo” le hace una reprimenda moralista a un jovenzuelo “que sorprendió de holgazán a orillas del Magdalena”; porque, el muy truhan, se le escapó corriendo en zigzag. “¡Hola, amigo! le grita: eso es cobarde y ruin; así lucha un malandrín, más no un hidalgo enemigo. Ande usted siempre derecho, cual lo exige la virtud y el honor de un franco pecho”. «Aplaudo, gritó el zagal, principios tan excelentes; pero en lid de igual a igual debes, según tu moral, arrancarte antes los dientes».
Por eso, desde esos días jurásicos, juré que, si algún desventurado día me encontraba con un cocodrilo hambriento, haría lo mismo que el joven costeño: correría en zigzag, a toda mecha, pero no me detendría a filosofar con tan dentudo personaje.
Mi entusiasmo con los saurios también podría provenir de que, desde niño, devoré -como caimán hambriento- cuanta tira cómica hallaba. No le encontré mayor gracia a los superhéroes gringos; me gustaron más las historietas mexicanas como la de “Chanoc”. Este era un intrépido pescador que apuñalaba tintoreras (tiburones tigres) y cocodrilos en el imaginario pueblo de Ixtac del golfo de México, siempre acompañado de su padrino Tsekub Baloyán quien permanecía “prendo” a punta de “cañabar”.
Lo que si me sacudió fue el espectáculo grotesco que presencié a principios de la década de los setenta, cuando fui por primera vez a la costa atlántica, en el paseo de bachillerato. A los caimanes o babillas los asesinaban para aprovechar sus cueros o los ofrecían, disecados por millares, en un brutal ecocidio, junto con los caracoles marinos que arrastraban consigo -de manera mágica- los rumores de la mar.
La nefasta idea de ese entonces era acabar con el cocodrilo americano en Colombia. En la costa atlántica solían cazarlos con la famosa porra “matacaimán”, que era una porra de puro guayacán con la que, además, castigaban a la mujer “vaciladora”, según lo asegurara de manera machista y retrógrada el maestro Policarpo Calle quien, si estuviera vivo, ya lo habrían desacreditado o “funado”, como se dice ahora.
Motivado por mi atracción por esos saurios y por las lecturas calenturientas de cocodrilos asesinos, de niño y de joven también fui repetidas veces al zoológico de Cali, siempre con la ilusión de ver a los caimanes en acción. Pero jamás los vi moverse, parecían disecados: ellos son los amos del sigilo, de la quietud y del asecho.
Los cocodrilos han inspirado muchas leyendas, pero ninguna tan poderosa, singular irrepetible y “fabulantástica” como la que se fraguó en Plato, Magdalena y que fue recopilada por el cronista Virgilio Di Filippo en el Diario la Prensa de Barranquilla en 1944 y que se resiste a morir ante los embates de la modernidad. Ni al mismísimo García Márquez se le hubiere ocurrido: hace mucho tiempo, un joven pescador llamado Saúl Montenegro, voyerista de racamandaca y consuetudinario mamador de ron, quien solía espiar a las mujeres que se bañaban desnudas en el río Magdalena, viajó hasta la Alta Guajira a que un brujo le preparara un brebaje que lo convirtiera transitoriamente en caimán, para poder guindarlas a sus anchas.
El brujo le preparó dos pócimas, una roja que lo convertía en caimán, y otra blanca que lo devolvía a su condición de hombre. Montenegro pasó una formidable temporada espiándolas a la lata, acompañado de un fiel amigo que le echaba las pócimas encima. Infortunadamente un día su amigo no pudo bajar al río con él, por lo que lo acompañó otro menos diestro. El nuevo amigo se asustó al confundirlo con un caimán verdadero y sólo alcanzó a echarle unas gotas de la pócima blanca en la jeta del caimán antes de que se le cayera el frasco, quedándole para siempre a Saúl solo su cabeza de humano y el resto de caimán.
Desde ahí, la única persona que se atrevió a acercársele fue su madre, quien de día buscaba con desespero al brujo, sin encontrarlo -porque había muerto- y por las noches le llevaba su ración de ron al río para consolarlo. Cuando su madre también murió, Montenegro, desconsolado, meneó la cola para Barranquilla.
Ahora continúa surcando la desembocadura del río Magdalena, por los lados de Bocas de Ceniza, frente al malecón, simulando ser un podrido tronco viejo, para poder atisbar a las bellas turistas -ligeras de ropa- que recorren el rio en barquitos y botes, mientras entonan la cumbia del músico y compositor José María Peñaranda: “Voy a cantar mi relato, con alegría y con afán, en la población de Plato, se volvió un hombre caimán.”
Aunque, en materia de cocodrilos, la historia más emotiva es la de Gilberto “Chito” Shedden un pescador de Siquirres (Costa Rica) quien descubrió -en 1989- a “Pocho” un cocodrilo joven de 70 kilos a punto de morir, ya que un ganadero le había disparado en la cabeza por atacar su ganado. Gilberto se lo llevó a una alberca cerca a su casa y lo curó, estableciéndose una relación entrañable que duró 23 años, pues “Pocho” tomó la decisión de quedarse y acompañarlo.
Todos los domingos por la tarde, durante muchos años, “Chito y Pocho” realizaron un acto espectacular: “Pocho corría hacia él, con las fauces mortales abiertas como si estuviera a punto de atacar, solo para cerrar la boca en el último momento y recibir un beso en el hocico de su alma gemela humana”.
Les hicieron documentales, se convirtieron en celebridades hasta que Pocho, con 445 kilos de peso y casi cinco metros de largo murió el 12 de octubre de 2011.Su funeral fue todo un acontecimiento y sus restos disecados -como las babillas cartageneras- se exhiben en un museo de la ciudad de Siquirres.
Por mi parte, me la pasé toda mi vida buscando cocodrilos cada vez que vacacionaba en la costa atlántica, con tan mala suerte que nunca pude ver ni una pinche babilla en su estado natural y a las disecadas ya se les había podrido el cuero. Hasta que, en el 2015, estando en el parque Tayrona con mi hija, por cortar camino nos metimos imprudentemente a una pequeña laguna y cuando salimos nos estaba esperando un hermano caimán alardeando de su fina dentadura.
Quedé en trance. Incluso nos tomaron una foto que inmortalizara el esperado momento. Hasta creo que le caí bien al caimán aguja, pues éste se quedó más de media hora posando para quien pasara por ahí. Después se hundió en la laguna tras una garza que revoleteaba por el lugar.
Desde ese año, siempre que vuelvo, lo busco y lo encuentro. Ha crecido bastante: debe sobrepasar los tres metros y se ha vuelto famoso. Le encanta asustar a los turistas, sobre todo a los bogotanos de piernas blancas.
El año pasado, en Semana Santa, me dijeron por dónde andaba y me fui a espiarlo celular en mano. Estaba concentrado buscándolo desde la orilla de la laguna. Pero nada. De pronto volteé a mirar hacia atrás y a escasos tres metros estaba el caimán asechándome y mirándome con fiereza. Enloquecí del pavor, mi celular voló por los aires directo a la laguna, caí y sentí que me resoplaba en mi nuca. Desesperado me erguí y salí a toda mecha en zigzag, tal como me lo había enseñado el poeta bogotano Rafael Pombo. No paré hasta haber roto mi propio récord de los cien metros y al final comprobé que el maldito caimán ni siquiera se había molestado en perseguirme.
Entonces le filosofé, pero de lejos, acerca de lo peligroso que puede ser andar derecho, tal como lo exige la virtud.
Escrita para Diario Criterio en 2023. Desaparecida en el internet