El espejismo del salario mínimo
Todos queremos que el sueldo alcance. ¿A quién no le gustaría ganar más dinero a partir de enero? Pero la verdadera pregunta no es si el aumento se ve bonito en el papel, sino si es sostenible para un país como Colombia.
Y ahí es donde el discurso del Gobierno empieza a desmoronarse.
Un aumento del salario mínimo del 23,7 % no es justicia social: es populismo electoral. Es una decisión pensada para el aplauso inmediato y el titular fácil, no para la estabilidad económica de millones de colombianos.
Es una medida tomada con cálculo político y no con responsabilidad técnica, en un país que ya arrastra inflación, informalidad y fragilidad fiscal.
Este desgobierno decidió gobernar con el titular y no con la cabeza. Subir el salario mínimo muy por encima de la inflación no mejora la calidad de vida: dispara los precios.
Lo que no se paga con productividad, inevitablemente se termina pagando con inflación. Y la inflación, como siempre, castiga más duro a los pobres.
¿Quién termina asumiendo realmente este golpe? Las pequeñas y medianas empresas, que generan la mayor parte del empleo formal en Colombia.
Para muchas de ellas este aumento no es un alivio, sino una sentencia: despedir trabajadores, reducir jornadas, informalizar o cerrar. El resultado es claro: menos empleo formal, más rebusque, más gente por fuera del sistema y más desigualdad real.
Además, hay una verdad que el Gobierno se niega a decir con claridad: la mayoría de los colombianos no gana salario mínimo. Vive del día a día, de la informalidad, de contratos precarios.
Para ellos, este aumento no significa un peso más en el bolsillo, pero sí un aumento inmediato en el costo de vida.
El arriendo, el transporte, los alimentos, los servicios… todo sube. Es decir, no reciben el aumento, pero sí pagan sus consecuencias. Esa es la verdadera injusticia social.
Y esto no es un miedo infundado ni una exageración retórica. Ya vimos este camino antes, y se llama Venezuela. En 2008, Hugo Chávez decretó un aumento del salario mínimo cercano al 30 %, con el mismo discurso que hoy escuchamos en Colombia: justicia social, dignidad para el trabajador, redistribución de la riqueza.
El número también gustó. El aplauso fue inmediato. Pero la economía no aplaude discursos: responde a realidades.
Ese aumento no estuvo respaldado ni por productividad ni por crecimiento sostenible. Fue una decisión política, no técnica. ¿Qué vino después? Inflación acelerada, empresas incapaces de sostener los costos laborales, despidos masivos y un Estado cada vez más intervencionista intentando tapar los errores que él mismo había creado.
Cuando el salario dejó de alcanzar, el régimen no corrigió el rumbo: radicalizó el poder.
Llegó la constituyente, se debilitó la institucionalidad, se persiguió al sector privado y se concentró el control del aparato económico en el poder. La confianza se evaporó.
La fuga de capitales se volvió estructural. Se fueron empresas, empleos y oportunidades. El salario mínimo siguió subiendo por decreto, pero cada aumento compraba menos. Mucho menos.
El trabajador venezolano terminó siendo uno de los más pobres del continente, pese a tener uno de los “salarios mínimos más altos” en el papel.
Ese es el verdadero rostro del populismo salarial: un espejismo que empobrece. Primero se destruye la economía productiva, luego se destruye el empleo y finalmente se destruye la moneda.
No es dignidad, es dependencia. No es justicia social, es control político.
Colombia no es Venezuela —todavía—, pero los caminos empiezan a parecerse peligrosamente cuando se repiten las mismas decisiones: aumentos desbordados, desprecio por la técnica, ataques al sector productivo y uso del salario como herramienta electoral.
El mensaje que se envía a la inversión es devastador. Un país donde las reglas cambian por decreto, donde el salario se fija sin diálogo real ni sustento técnico, espanta al empresario serio y castiga al emprendedor.
Sin inversión no hay empleo; sin empleo no hay salario digno. Pero este Gobierno prefiere la confrontación al consenso y la improvisación a la planeación.
Un número bonito no sostiene una economía ni garantiza dignidad.
La dignidad se construye con responsabilidad, estabilidad y sentido común.