El río Aracataca, Gabo y Jorge Isaacs

Pedro Luis Barco Díaz, Caronte

Don Jorge Isaac, el inmortal escritor de “María” llegó en 1880, con mostacho y todo, a las orillas del rio Aracataca, vino a verificar noticias vagas e incompletas sobre un posible yacimiento de carbón mineral. Incluso pasó por “la aldehuela que tiene el nombre del río”.

Lo que quiere decir que llegó por los tiempos en que el Macondo imaginario era “una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un rio de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

Me imagino a don Jorge Isaacs, esa la noche, a la luz de las velas, después de atusar su mostacho, coger la pluma y escribir sobre el río: “La salubridad y la pureza de las aguas del río Aracataca no es menos estimable al tratarse de fundar la colonia en la planicie del Peñón, saturada de fierro sus corrientes, mece además bajo las ondas y remansos unas algas de tinte purpureo o coralino asiduas a las grandes piedras del fondo”.

Este relato aparece en el libro “La Búsqueda del Paraíso” del también escritor vallecaucano Fabio Martínez, que cuenta las infortunadas aventuras de Isaacs por la costa atlántica, en las cuales casi muere de paludismo, buscando explotar las minas de carbón de El Cerrejón. Aventuras “llenas de logros científicos para el país y de derrotas y tribulaciones para el escritor”.

Debió ser notable el caudal del río para esas épocas, pues Isaacs lo define como correntoso e invadeable, al punto que cuando entrevió, en una playa pedregosa, lo que podrían ser fragmentos de carbón, le ordenó “al más valeroso de los peones que me acompañaban que vadease el río para traerme muestras de lo que divisaba. Luchó y ganado la orilla opuesta, trajo lo que le pedía: era hulla”.

Isaacs, dominado por el frenesí del carbón mineral, del que nunca gozaría y con el que después se atragantarían las compañías extranjeras, estaba empeñado en fundar una colonia en su vera, ya que la aldehuela de Aracataca, según él, estaba poblada por “gentes de raza chimila en degeneración y de africana sin ley ni hábitos de laboriosidad, serían inútiles, o poco menos, en la obra”.

Era como si presintiese también que, en Macondo, a José Arcadio Buendía, lo mantuviese embrujado con sus inventos, novedades y truculencias, un gitano corpulento de barba montaraz y manos de gorrión llamado Melquiades, y que los lugareños estuviesen condenados a 100 años de infortunios.

Lo que sí es claro, es que, tanto Isaacs como Gabo, las dos cumbres supremas de nuestra literatura, coincidieron en la pureza y transparencia del rio Aracataca. Gabo, incluso, escribe bellamente que José Arcadio fundó a Macondo al lado de “un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado”.

Pero ¿qué queda en el siglo XXI del rio que corría pleno y que deslumbró a nuestros más reconocidos novelistas del siglo XIX y XX?

Poco, muy poco queda de ese río, el segundo tributario en tamaño de la ciénega después del Magdalena.

Desde que baja al plan, algunos terratenientes dedicados al cultivo del banano y al de la palma africana, han construido talanqueras y utilizan maquinaria pesada, para desecar tierra o para desviar el cauce del río hacia sus cultivos, obstruyendo su cauce y captando ilegalmente el recurso hídrico.

Por eso, en el verano, el río Aracataca no alcanza a llegar a la Ciénega Grande de Santa Marta, el humedal más importante del país.

En efecto, en el corregimiento Bocas de Aracataca del municipio de Puebloviejo, antes un poblado palafito, en el que el rio –en algunos tramos– superaba los dos metros de profundidad y los pobladores los atravesaban en canoa y lancha, ahora quedaron convertidos en “caminos de tierra donde transitan caballos y motocicletas”, como lo denunció en el 2019 la valerosa comunicadora Paola Benjumea Brito.

Pero no es solo eso, el río ya no tiene la regulación hídrica de antaño, casi ha desaparecido la pesca artesanal que es la base de la alimentación nativa, se ha desequilibrado la frágil ecología del complejo lagunar y han muerto por millares manglares y mamíferos acuáticos. Resultado: pobreza, hambre y futuro incierto.

El caso del rio Aracataca no es singular, es el caso de casi todos los ríos del país, que vienen perdiendo caudal desde mediados del siglo XX, como consecuencia del arrasamiento de bosques y selvas, del auge de la minería tanto legal como ilegal, del desequilibrio entre el crecimiento económico y los recursos naturales, en fin: del escalofriante coctel de malos gobiernos, negligencia, avaricia e ignorancia que nos condena, como en los pergaminos de Melquíades, a “no tener una segunda oportunidad sobre la tierra”.

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domingo 6 de julio, 2025

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