Ellas, imperfectamente… perfectas
Terminó el día y yo en la cama revisaba mi celular.
De repente, una imagen llamó mi atención: “Elon Musk y su novia robot”, decía la descripción.
—Mira —le dije a mi esposa, que estaba al lado mío, también concentrada con su teléfono, pero en TikTok.
—Seguro que ella no le pelea —añadí entre risas.
—Pues consíguete una de esas —respondió sin mirarme, se levantó y salió de la habitación.
Me quedé mirando la imagen, pensando… ¿Será posible que una mujer robot pueda llegar a reemplazar a las de carne y hueso?
“No lo creo”, me dije sonriendo.
Esa imprevisibilidad que caracteriza a las mujeres reales, con sus momentos de espontaneidad y esa capacidad para convertir lo cotidiano en una aventura, es lo que hace que la vida se sienta genuinamente viva.
Además, ¿cómo podríamos crecer, evolucionar y crear recuerdos que trasciendan si recorremos el camino de la vida tomados de la mano de una mujer artificial?
¿Y si llego a discutir con la robot? ¿Qué haría si le salgo con un argumento simplón, como suelo hacer? No me soportaría que me responda con un frío: “Error de lógica detectado”.
O peor aún, ¿qué tal una escena de celos porque hablo demasiado con Siri y Alexa?
Mi esposa regresó a la habitación, y al pasar a su lado de la cama, me lanzó “esa mirada”.
Sí, “esa mirada” muy de ellas, que infunde respeto y temor en partes iguales, imposible de recrear artificialmente.
“La mujer está hecha para ser amada, no comprendida”, recordé a Oscar Wilde.
Apagué el celular, me giré hacia ella y le susurré al oído:
—Mejor desvirtualicémonos.