Esclavitud y crueldades en América: la herida que aún sangra
La esclavitud en América no fue un accidente del pasado; fue un modelo económico y social construido sobre la destrucción deliberada del otro.
Aunque múltiples civilizaciones conocieron formas de servidumbre, el sistema impuesto tras la invasión europea en el siglo XVI adquirió una escala sin precedentes: industrial, racial y transatlántica.
Representó el mayor desplazamiento forzado de la historia humana, impulsado por la codicia, legitimado por discursos religiosos y, más tarde, encubierto bajo teorías raciales que hoy reconocemos como fraudes científicos, pero que entonces operaron como permisos morales para deshumanizar.
El negocio que fundó imperios
Estados Unidos construyó su economía a partir del comercio de personas negras, arrancadas de África. Entre 1619 y 1865, más de 12 millones de africanos fueron traídos al continente americano en la llamada y mal nombrada— trata transatlántica.
Viajaban hacinados en las bodegas de los barcos, con raciones mínimas de alimentos, apenas suficientes para que llegaran con vida a los puertos.
De esos 12 millones de africanos secuestrados, al menos 2 millones fueron arrojados al Atlántico, algunos muertos, otros aún con vida.
Los llamados “padres fundadores” de Estados Unidos no solo permitieron la esclavitud: la blindaron legalmente.
En 1787, la Constitución estadounidense estableció que cada persona esclavizada contaría como tres quintos de un ser humano con fines de representación política, no para votar, sino para aumentar el poder de los estados esclavistas.
George Washington, primer presidente, poseía 317 personas esclavizadas. Thomas Jefferson, quien escribió que “todos los hombres son creados iguales”, violó reiteradamente a una niña esclavizada de 14 años, con quien tuvo seis hijos, mientras la mantenía en cautiverio.
James Madison, considerado el “padre de la Constitución”, tenía más de 100 personas negras esclavizadas en su plantación. A su muerte, en 1836, su esposa vendió familias enteras para pagar deudas.
La separación de familias negras era una práctica cotidiana y normalizada. En Carolina del Sur, el Código Negro de 1740 establecía que matar a una persona negra durante un castigo no era crimen, si el amo argumentaba que la disciplina era “necesaria para mantener el orden”.
En 1860, las plantaciones de algodón generaban 80 millones de dólares al año, lo que equivaldría aproximadamente a dos mil millones de dólares en la actualidad.
Un continente “nuevo” solo para los invasores
Millones de africanos fueron secuestrados, encadenados y comercializados como mercancía. No llegaron por voluntad propia; fueron arrancados de sus aldeas para alimentar plantaciones, minas y sistemas extractivos en un continente que los colonizadores llamaron “Nuevo Mundo”, pero que para sus verdaderos dueños —los pueblos originarios— era ya un universo culturalmente complejo, sofisticado y profundamente espiritual.
El colapso demográfico indígena causado por epidemias, genocidio y trabajos forzados no detuvo la maquinaria supremacista de extracción; solo la redirigió: cuando escasearon los pueblos originarios, fueron reemplazados por africanos esclavizados.
Así se sostuvieron fortunas y nacieron imperios europeos como España, Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda. Más tarde, también Bélgica se benefició a través de modelos coloniales complementarios.
El infierno comenzó en el Atlántico
El viaje transatlántico no fue transporte: fue tortura en movimiento. En los barcos negreros, hombres y mujeres iban encadenados, apiñados, sin luz ni aire, rodeados de enfermedades que convertían las bodegas en antesalas de muerte.
Las mujeres padecieron una doble esclavización: por su fuerza de trabajo y por sus cuerpos, sometidos a violaciones sistemáticas por parte de la tripulación.
Muchos murieron; otros resistieron hasta el borde del suicidio, decisión que para algunos significó la última forma de reclamar la libertad que les fue arrebatada.
Crueldad institucionalizada
Ya en América, el terror fue método de administración. La violencia no fue exceso: fue política.
Entre las formas más brutales y normalizadas se encontraban:
El cepo, que inmovilizaba los cuerpos durante días bajo el sol inclemente o lluvias interminables.
El látigo, utilizado como espectáculo público de castigo y control.
Las marcas de hierro candente con el carimbo que transformaban la piel en certificado de propiedad.
Las mutilaciones, usadas como advertencia y procedimiento disciplinario.
Las máscaras y collares de castigo, que silenciaban voces e impedían alimentarse.
Las jornadas laborales de 16 horas o más, la separación forzada de familias y la prohibición absoluta de manifestaciones culturales, intelectuales o espirituales —leer, escribir, hablar lenguas propias, practicar sus creencias— tenían un objetivo mayor que la explotación: borrar su humanidad, convertirlos en piezas sustituibles de la historia.