Irán y la doctrina que falta en casa
Durante años, la política occidental hacia Irán se basó en una premisa que hoy resulta difícil de sostener: que todo adversario, con una suficiente dosis de diplomacia, puede ser persuadido.
Bajo esa lógica, se firmó el acuerdo nuclear de 2015, se levantaron sanciones y se apostó a que la integración económica suavizaría al régimen. Pero Irán nunca buscó integración, sino tiempo.
El acuerdo le dio recursos, pero no alteró su comportamiento. Siguió financiando milicias, sosteniendo dictaduras aliadas y proyectando una visión de poder profundamente confrontacional.
No vio la diplomacia como un camino hacia la normalidad, sino como una tregua estratégica para fortalecer su capacidad de disrupción. El error de cálculo fue tratar a un Estado irracional como si fuera uno racional.
A partir de 2018, ese diagnóstico cambió. Con la salida de Estados Unidos del acuerdo, la Casa Blanca activó una nueva estrategia conocida como “Máxima Presión”.
Esta campaña vino con sanciones más severas, ataques selectivos a infraestructura crítica y un mensaje claro: hay líneas que, si se cruzan, traerán consecuencias.
El objetivo no fue integrar a Irán, sino limitar su margen de acción y si bien los efectos no son definitivos, el repliegue táctico del régimen en los últimos meses deja entrever la contención que décadas de diálogo no lograron.
Este debate, que hoy se reabre en la geopolítica, debería tener eco en nuestra política de seguridad interna, pues en Colombia, la aproximación a ciertos grupos armados ha reproducido la misma ilusión diplomática de creer que es posible integrarlos si se les ofrece participación, beneficios o legitimidad.
Pero ¿qué ocurre cuando el interlocutor no busca estabilidad, sino la perpetuación del conflicto como instrumento de poder?
Los paralelos son incómodos, pero necesarios. Así como Irán usó el alivio de sanciones para financiar sus objetivos estratégicos, aquí también hemos visto cómo, mientras se negocia, algunos grupos al margen de la ley expanden su presencia, perfeccionan sus economías ilícitas y tensan el marco institucional.
No porque las salidas negociadas sean imposibles, sino porque hay actores para los que el acuerdo no es un fin, sino una pausa.
La pregunta de fondo, en Medio Oriente y en Colombia, no es si la paz se construye con fuerza o con diálogo. Es si estamos haciendo un diagnóstico correcto del tipo de adversario que enfrentamos.
Porque cuando se parte de un error de lectura, la estrategia —por sofisticada que parezca— siempre termina fracasando.
No se trata de renunciar a la diplomacia; se trata de no delegar en ella lo que solo la fuerza puede contener.
La estabilidad no se hereda ni se promete, sino que se diseña y, a veces, se impone. Afuera y adentro.