La caída del orden nuclear
El siglo XXI no solo será recordado por la aceleración tecnológica, sino también por el desmantelamiento, pieza por pieza, de las arquitecturas que contenían los peores impulsos del poder.
El ataque militar de Estados Unidos contra instalaciones nucleares iraníes no es un episodio más en la disputa regional; es el síntoma de un sistema internacional que ha dejado de funcionar como tal.
Durante décadas, la disuasión nuclear se sostuvo en reglas, tratados y mecanismos de verificación. Hoy, ese marco se encuentra en ruinas.
Rusia ha suspendido el último acuerdo bilateral con Washington —el New START— mientras utiliza su arsenal como garantía de impunidad en Ucrania.
China, por su parte, ha dejado atrás la discreción estratégica y acelera su camino hacia la paridad nuclear, con tecnologías hipersónicas y sistemas orbitales que desafían cualquier defensa.
En paralelo, actores como Corea del Norte y Pakistán amplían su capacidad ofensiva, y aliados tradicionales de EE. UU. ya discuten abiertamente la necesidad de desarrollar sus propios arsenales.
En este entorno, Irán ha dejado de simular cautela. Las cifras son claras: reservas de uranio enriquecido que superan ampliamente los umbrales del antiguo acuerdo, partículas al 83.7% detectadas por inspectores, y una infraestructura profundamente dispersa y fortificada. La ofensiva estadounidense sobre Natanz, Fordow e Isfahán buscaba contener ese avance.
Sin embargo, los resultados siguen envueltos en opacidad. Fuentes oficiales hablan de una operación exitosa, mientras filtraciones de inteligencia sugieren daños limitados y una posible evacuación anticipada del material más sensible.
Lo único claro es que Irán mantiene sus capacidades nucleares, que su programa no ha sido desmantelado y que la supervisión internacional ha retrocedido aún más.
Mientras tanto, Estados Unidos enfrenta sus propios dilemas estratégicos, pues su programa de modernización nuclear —diseñado para un entorno menos competitivo— acumula retrasos.
Las decisiones de reducir plataformas de lanzamiento y submarinos estratégicos chocan con la nueva realidad, una en la que el equilibrio ya no es bipolar, y donde la disuasión debe operar en múltiples frentes simultáneos.
La pregunta es directa y, por ahora, incómoda: si ni la fuerza militar más sofisticada del planeta puede garantizar el fin de un programa nuclear clandestino, ¿qué nos queda? ¿Estamos simplemente gestionando la cuenta regresiva hacia un nuevo club nuclear, más grande, más volátil y, sobre todo, menos controlado?
El futuro inmediato exige algo más que poder de fuego: requiere claridad estratégica y la voluntad —hoy ausente— de reconstruir una arquitectura internacional que contenga, y no acelere, el riesgo nuclear.