La difícil legitimidad del fuego
No es fácil abordar la muerte de menores en bombardeos. No puedo escribir sobre este hecho sin reconocer esa tragedia. Sin embargo, la discusión no puede centrarse en los cuestionamientos al Ejército.
Olvidamos que son las disidencias las que reclutan niños y los convierten en combatientes. Esa es la decisión criminal que nos arrastra a dilemas imposibles.
Los colombianos enfrentamos enemigos que se fortalecen. Las disidencias no dan tregua. Sus drones lanzan explosivos. Sus campamentos no distinguen entre niños y adultos.
En este escenario, pedir que las Fuerzas Armadas limiten sus operaciones a lo defensivo es desconocer la realidad. Es conceder ventaja a quienes destruyen territorios enteros.
Los bombardeos son dolorosos, pero necesarios. Reducen el riesgo para los soldados. Permiten golpear a los cabecillas y contener su expansión.
No podemos pedirle a un piloto que verifique si debajo de la selva hay menores. No podemos exigirle a la inteligencia certezas imposibles en zonas tomadas por grupos ilegales. Pretenderlo es desconocer la lógica de guerra que las disidencias han impuesto.
La legitimidad del Estado se sostiene en dos deberes: proteger la vida de nuestros niños y proteger al país de quienes los reclutan.
Ambos mandatos entran en tensión cuando las organizaciones criminales usan a los menores como escudo. Esa estrategia es deliberada. Busca paralizar al Estado. Pretende que renunciemos a toda acción ofensiva.
No podemos caer en ese juego. Necesitamos apoyar a nuestras Fuerzas Armadas, pero también acompañar a las comunidades que sufren el reclutamiento.
Colombia no puede resignarse a una guerra sin reglas. Tampoco puede renunciar a enfrentar a quienes destruyen su futuro. Hoy más que nunca necesitamos firmeza y claridad moral.