Me duele Cali
Dudé mucho en escribir esta columna, porque desgraciadamente la polarización genera la percepción errática de que el que no piensa como yo es mi enemigo.
En estos tiempos resulta en apariencia mucho más cómodo el no tomar posiciones, el tratar de quedar bien con todo el mundo, pero esta posición en poco ayuda a buscar soluciones reales que solo se generan en la medida en que podamos de nuevo aprender a construir en medio de la diferencia.
La gran realidad es que el que pretende quedar bien con todo el mundo termina quedándole mal a todos, y pienso que desgraciadamente ese es uno de los más grandes problemas que hemos tenido desde la institucionalidad que está frente a la crisis.
La tumbada de la estatua de Sebastián de Belalcázar por parte de la comunidad Misak puso en evidencia esta tendencia.
En su momento manifesté mi total desacuerdo con esta acción, a todas luces violenta, pero que fue justificada institucionalmente y apoyada por cientos de caleños como un acto cargado de simbolismo.
Para mí, por el contrario, una cosa es la discusión válida y necesaria sobre si el conquistador Belalcázar, con su estela de sangre y salvajismo, merece estar en un sitio emblemático de nuestra ciudad, así como la necesidad de reivindicación y reconocimiento de la comunidad indígena como parte esencial de nuestra cultura, y otra, muy distinta e inaceptable, es la forma: las vías de hecho, el violentar, el decidir imponer una visión de la realidad de forma tajante y sin permitir discusiones.
Muy seguramente en medio del debate se hubiera podido llegar a la conclusión que la estatua debería estar en un museo. Pero el hecho de entrar a nuestra casa común y tumbarla termina reproduciendo, en la práctica, una forma de imposición violenta que se pretende combatir.
Traigo este antecedente a colación porque hoy terminamos pagando justos por pecadores, siendo víctimas de esta falta de posturas claras.
Lo que se intentó justificar como un acto netamente emblemático puso en evidencia la ausencia de autoridad, como si la ley se pudiera negociar con base en sesgos ideológicos o de conveniencia, y fue el preámbulo de lo que hoy vivimos que nos tiene a un paso del colapso como sociedad.
Es por esto que el llamado de atención por parte de la sociedad civil en diversos sectores de las comunas 2, 17 y 22 terminó en algunos sitios en un estallido de violencia reprimida con agresiones de lado y lado, poniendo en evidencia lo frágil y fragmentada que está nuestra ciudad, así como lo peligroso que resulta en estas condiciones delegar las responsabilidades constitucionales a factores externos y la indignación que se genera cuando, por exagerada permisividad, la autoridad es usurpada.
Resulta inaudito que los visitantes que llegan a nuestra casa nos condicionen y nos impongan normas vulnerando nuestra libertad, nuestra movilidad, violentándonos al punto de hacernos sentir prisioneros en nuestro propio espacio.
Llegados a este punto debo enfatizar que aunque jamás podré estar de acuerdo con tomarse la justicia en las manos y si bien nada justifica la violencia ni el uso generalizado de armas por parte de la población civil ,es evidente que el desgobierno, la complacencia, la falta de tomar decisiones a tiempo y, en particular, el miedo son el caldo de cultivo propicio para estas manifestaciones erráticas de confrontación.
Hoy nuestra Cali es un campo de batalla, un sitio de guerra de temor y desolación, haciendo evidente, tristemente evidente, que somos una sociedad enferma donde el concepto primordial y básico de que la vida es sagrada muchas veces se diluye en medio de nuestra propia sordera e incapacidad para buscar puntos de encuentro.
Pero al lado de esta realidad habita otra así mismo innegable que es nuestra propia capacidad de resiliencia, que ha hecho que superemos a lo largo de nuestra historia crisis y situaciones que para otras sociedades hubieran sido lapidarias y fatales.
Por eso mi fe infinita en el futuro de nuestra casa común y mi oración a Dios, el supremo hacedor, para que aguce nuestra capacidad de escuchar, nuestra capacidad de sentir el dolor ajeno, para así generar los cambios estructurales que nuestra Cali necesita.