Mientras la espera se hace martirio, el alma se parte
Al publicarse esta nota se completan once días desde el atentado contra el precandidato Miguel Uribe Turbay.
Y mientras la opinión pública se concentra en los hechos, en la política, en las investigaciones, hay algo que no se menciona: el dolor silencioso, insoportable, íntimo, de su familia.
Un martirio que solo entiende quien ha tenido a un ser querido entre la vida y la muerte.
Recuerdo mi angustia personal cuando a mi padre lo operaron a corazón abierto. Fueron, para mi hermana y para mí, largas horas de espera, de rezos, de tortura.
Años después, volveríamos a experimentar esa agonía cuando, como consecuencia de un accidente cerebrovascular, él entró en coma y, tras una difícil convalecencia, nos dejó. ¡Nos quebramos por dentro!
Se habla de los pacientes, de los cuadros médicos, de las estadísticas… pero poco de quienes esperan afuera con el alma en vilo; de los que no duermen, de los que callan para no llorar.
Es una espera tortuosa, un tránsito por el Valle de Sombras, donde la razón no sirve, la ciencia no da respuestas y el amor no alcanza para sanar.
Es allí, en esos momentos, donde la presencia de Dios —aunque invisible— es la única que logra mantenernos en pie.
Quienes hemos atravesado ese valle sabemos que solo en Él podemos encontrar consuelo donde no lo hay, fuerza donde ya no queda, y luz para enfrentar la oscuridad.
A la familia de Miguel Uribe, y a todas las que hoy viven ese infierno, les extiendo mi oración. Que el Creador los abrace y les dé la paz que el mundo no puede —ni podrá jamás— ofrecerles.