Mistura
Vargas Llosa, en su novela “Le dedico mi silencio”, nos pasea –con detalle– por la historia del canto criollo peruano. Y nos lleva, casi de la mano, por algunos pasajes del Perú. Comenté sobre esta novela, en este mismo espacio, hace algunos meses.
Ahora, viendo la película Mistura, evoco las líneas de Vargas Llosa, porque de la misma manera que lo hace la literatura el cine nos recrea ese bello país, cargado de sabor, de cocina, de música, del inolvidable Vallejo, el de “moriré en París con aguacero…”
Y el relato de la película es del tesón, del temple de una bella mujer, hija del embajador de París en Perú, que luego de su separación (traicionada por su oligarca esposo), inicia una vida de soltera pero no por ello minimizada.
Rodeada de la falsedad de la sociedad de la época, donde el comentario ácido se nota en los diálogos, a los que la protagonista sabe esquivarlos o asumirlos con gallardía.
Pero el fondo de la narración es el sabor de la comida criolla peruana. A esas que tantas veces acudimos a manteles para deleitarnos con el anticucho, la causa, la parihuela, y que contiene mucho de ese sápido sazón de nuestra cocina pacífica.
Y es la película también la muestra de una mujer orgullosa, noble, que se levanta ante la dura caída y enseña cómo volver a ser la mujer que fue, incluso con mayor valía.
La historia, es la de un restaurante que nace con un estilo y se va puliendo, logrando su impronta, su origen, para el deleite del cinéfilo, del crítico y de la historia del papel de la mujer en la sociedad.