No más violencia
El intento de asesinato contra el senador Miguel Uribe no es un hecho aislado. Es el punto más grave —y ojalá el último— de una cadena de agresiones que viene creciendo en Colombia: verbales, simbólicas, políticas y físicas.
Es también la primera vez en casi 30 años que se atenta contra la vida de un precandidato presidencial en ejercicio, un hecho que nos remite a los años más oscuros de la violencia política en el país.
La violencia no empieza con las armas. Empieza con las palabras. Con la forma en que líderes, opinadores y ciudadanos usan su voz para insultar, reducir y estigmatizar al que piensa distinto.
Lo que antes eran debates, hoy son trincheras. Lo que antes eran diferencias ideológicas, hoy son enemistades existenciales.
Hemos abusado de la libertad de expresión, y lo más grave es que el liderazgo político, que debería dar ejemplo, ha sido uno de los mayores promotores de esa distorsión.
La palabra construye realidad. Y si desde el poder se usa el lenguaje para dividir, tarde o temprano alguien se sentirá con la licencia para atacar.
Las redes sociales están llenas de rabia envalentonada. Las plazas públicas se han convertido en escenarios de confrontación.
Y muchos jóvenes, sin esperanza y sin rumbo, encuentran en el extremismo una causa para canalizar su frustración. Lo que empieza como una narrativa de resentimiento termina en una agresión física.
Lo que comienza como un trino violento puede terminar en un disparo real.
Tenemos que rechazar con vehemencia la violencia, nada la justifica. Debemos entender que las condiciones que la permiten han sido sembradas y regadas con discursos irresponsables.
Y sí, en ese terreno, el presidente Gustavo Petro tiene una responsabilidad ineludible. No es “la izquierda”, no es “la oposición”, no son los millones de seguidores de cada lado.
Es él, como jefe de Estado, la persona más escuchada en el país, el que tiene más seguidores y más micrófono. Pero en lugar de dar ejemplo, ha optado por profundizar la división, retratar al adversario como enemigo moral y alentar una narrativa de persecución y confrontación, con palabras que no vale la pena mencionar en esta columna para empezar a bajarle el tono a la conversación.
Desde la Casa de Nariño se ha descalificado con etiquetas cargadas de odio a quienes no piensan igual. Ese no es un lenguaje ingenuo. Es una estrategia de poder.
Una que necesita enemigos para justificar los fracasos, movilizar una base radical y debilitar las instituciones.
Pero señalar responsabilidades no basta. Hay que cambiar el rumbo. Colombia no puede seguir normalizando el odio político y todos podemos aportar para cambiar eso.
No podemos permitir que la vida, la democracia y la diferencia sigan siendo moneda de cambio en medio de una guerra de egos y trincheras.
Hoy más que nunca, necesitamos líderes que sanen, no que inflamen. Que unan, no que dividan, pero nosotros mismos debemos aportar desde lo que hacemos o decimos.
La política no puede seguir siendo una competencia de gritos. El país está cansado. La gente quiere soluciones, no espectáculos. Quiere justicia, no venganza.
Quiere respeto, no estigmatización. Necesitamos bajarle al odio y subirle a la dignidad.
Desde aquí, mi solidaridad total con Miguel Uribe, su familia y con todos los líderes —de cualquier ideología— que han sido víctimas de amenazas y ataques.
También, mi llamado a todos los sectores: a los que gobiernan y a los que hacen oposición, a los medios, a las redes y a la ciudadanía. Todos tenemos una responsabilidad en la defensa de la vida y la democracia.
No más violencia. No más silencios cómplices. Colombia necesita reconciliación, sí. Pero también necesita valentía para frenar la espiral del odio y reconstruir lo que nos une.
Porque lo que está en juego no es solo una vida: es el alma democrática de la Nación.