Nos vemos en Cañaveralejo

Juan Pablo Ortega Sterling

Vuelve la Feria Taurina de Cali en su edición número 67. Con ella, la ciudad recupera un rito que no es solo festivo, sino fundacional.

Cañaveralejo no fue un adorno urbano: fue construido para la feria, y la feria encontró en la plaza su centro simbólico. Desde entonces, diciembre en Cali tiene un lugar preciso donde el tiempo se detiene y la ciudad se mira a sí misma.

Este año vuelve César Rincón. Dieciocho años después. Para quienes, como yo, lo vimos con once años de edad, su regreso no es una efeméride ni una noticia cultural.

Es el reencuentro con una escena que quedó fijada en la memoria cuando todavía no sabíamos ponerle nombre a las cosas.

Hay figuras que no se recuerdan por lo que hicieron, sino por el lugar que ocuparon en la vida de uno. Rincón es una de ellas.

Hay además una coincidencia cargada de sentido: la última gran tarde de César Rincón en Cali lo tuvo compartiendo cartel con Luis Bolívar.

Hoy, Bolívar es el empresario detrás de Toro Vive, la empresa que hace posibles estas corridas.

No es un detalle menor: el tiempo cerró el círculo con una sobriedad elegante, de esas que solo concede la historia.

Vale decirlo sin rodeos: gracias por el esfuerzo, por sostener una tradición cuando hacerlo exige más convicción que comodidad.

Hay ritos que incomodan precisamente porque no disimulan su aspereza. La tauromaquia es uno de ellos. No busca agradar ni tranquilizar conciencias.

Su incomodidad no es un exceso accidental, sino parte de su verdad. La corrida no aspira a la unanimidad moral; aspira a significar.

Pertenece a esa rara familia de prácticas culturales que se niegan a edulcorar la experiencia humana y, por eso mismo, resultan difíciles de aceptar.

En el ruedo no se celebra la violencia: se le da forma. No se exalta la muerte: se la reconoce como límite.

La tauromaquia no es un residuo premoderno que deba ser superado, sino una elaboración simbólica de una experiencia humana elemental: la conciencia trágica de la vida.

Como escribió Nietzsche, solo allí donde el hombre es capaz de mirar el abismo sin mentirse comienza una forma superior de lucidez. La plaza es uno de esos lugares.

La ética contemporánea suele imaginar que el progreso consiste en borrar todo rastro de conflicto visible. Pero la condición humana no se define por la pureza, sino por la forma en que enfrenta sus límites.

La tauromaquia no niega el instinto: lo somete a medida, lo expone, lo obliga a responder ante una forma.

En palabras de Ortega y Gasset, es una “geometría moral”, una disciplina que transforma la fuerza bruta en expresión.

De ahí la tentación recurrente de conservar el gesto y vaciarlo de su desenlace. Imaginar una corrida sin puyas, sin riesgo y, en último término, sin muerte, no conduce a una versión más elevada del rito, sino a su disolución.

Por eso resulta problemática la pretensión de quienes, desde el desconocimiento o la distancia cultural, buscan rediseñar la fiesta para ajustarla a una sensibilidad que no le pertenece.

Ninguna tradición sobrevive cuando se la moldea desde afuera hasta volverla irreconocible. No se trata de dialogar con el rito, sino de neutralizarlo.

Mientras el matadero industrial ejecuta su rutina anónima, la plaza conserva el gesto antiguo de mirar de frente.

La diferencia no es moral, sino simbólica: uno mata sin lenguaje; la otra convierte la muerte en representación.

El toro no es un objeto ni un residuo: es presencia íntegra, adversario pleno, fuerza que se enfrenta y se honra. La lidia no degrada el conflicto; lo eleva.

Cada pase es una forma de pensamiento encarnado. Cálculo y exposición. Técnica y riesgo.

En esa frontera se revela una verdad incómoda para la sensibilidad contemporánea: la fragilidad humana no es un defecto que deba ocultarse, sino una condición que, cuando se asume sin coartadas, puede volverse dignidad.

Quizá por eso la plaza incomoda tanto. Porque devuelve un espejo que el mundo moderno prefiere evitar.

Frente al toro —figura arcaica del tiempo, de la fuerza y de la muerte— el hombre se reconoce limitado, finito, vulnerable.

Y es precisamente esa aceptación, convertida en rito y en forma, la que sostiene la profundidad moral del toreo.

Pero la superioridad ética que nace del rechazo reflejo rara vez proviene de una reflexión más honda; suele ser apenas un gesto de tranquilidad moral.

La condena automática suele decir menos sobre el sufrimiento que sobre el temor a esta verdad. No se trata de imponer una sensibilidad, sino de recordar que no todas las tradiciones sobreviven por inercia.

Algunas persisten porque todavía son capaces de decir algo esencial sobre lo que somos.

En Cali, este 26 de diciembre, nos vemos en la plaza.

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jueves 18 de diciembre, 2025

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