“Perdón. Me equivoqué. Lo siento”
Muchos niños crecen en urbanidad gracias al refuerzo que mediante “palabras de poder” sus padres les enseñan, tales como “Gracias, por favor y buenos días…”.
Aprender a decirlas y, sobre todo, a sentirlas, no sólo representa un acto de cortesía y de buenos modales, sino que también es una forma de concientizar a los infantes sobre la importancia del respeto a los demás.
Al fin y al cabo, la comunicación no sólo define la forma como nos llevamos con otros, sino que su estilo refleja el pensamiento, los valores y los objetivos que buscamos en toda clase de interacción: de estudio, negocios, familia, afecto, convivencia, democracia…La manera como nos expresamos define, en gran medida, quiénes somos y cómo valoramos a los demás.
Hay otras palabras que, aunque la razón diga que son esenciales y necesarias para la convivencia, para muchas personas decirlas se vuelve una verdadera tortura. Me refiero a términos como “Perdón. Me equivoqué. Lo siento”.
Aunque son expresiones relativamente simples, muchos se sienten incapaces de decirlas, como si se les cerrara la boca o se atragantaran.
A diferencia de los niños, que no ven maldad o doble intención en los actos, y aprenden del ejemplo de sus padres y mayores, muchos adultos mal entienden su independencia y autonomía, presumen que, por su edad, experiencia o estudio, tienen razón en las interacciones con otras personas que implican diferencias y, absurdamente, piensan que reconocer un fallo propio les hace “perdedores” en una inexistente carrera por la convivencia.
Creen ciegamente que ser adulto significa no equivocarse y caen en el error de asumir una posición dogmática.
Precisamente ha sido la polarización, entendida como la radicalización de una forma de pensar y el no aceptar los argumentos de otra persona, grupo o ideología, lo que, en el caso colombiano, ha causado la crispación del estado de ánimo y la muerte de miles de compatriotas por la violencia extrema.
Pedir perdón y reconocer un error no es un acto de ignorancia, de mediocridad, de baja estima, de sumisión o de pusilanimidad.
Quienes piensan que así es, y que pedir perdón es rebajarse, por el contrario, se están dejando llevar por la soberbia, por el orgullo, por la ira y por el egoísmo. Están recorriendo el camino para enfermar su cuerpo y su mente.
Grandes líderes religiosos y políticos en la historia de nuestra Humanidad (como Mahatma Gandhi, Nelson Mandela, Jesús de Nazaret, Abraham Lincoln, Dalai Lama y la Madre Teresa, entre otros) han demostrado que ser humildes engrandece el espíritu, que reconocer el error es abrir la mente a descubrir otros mundos, que incluso expresar vergüenza frente a una conducta que afecta a otro nos lleva a ser vistos con ojos de gracia y condescendencia y, sobre todo, a reconocer que si podemos aceptar nuestras equivocaciones, estamos valorando a los demás y lo que podemos aprender de esas situaciones.
Asimismo, quien pide perdón, de corazón, con la real intención de no reiterar su conducta y evitarla, es alguien que también tiene la grandeza de perdonar.
Quien “se come” su orgullo, y no pide perdón o no perdona, se llena de rencor, pierde amigos y se rodea de la soledad y el error.
Quien acepta sus errores, ve en estas situaciones maravillosos momentos para conocer otras facetas de la vida y aumenta en afecto desde y hacia los demás.
Vale la pena intentarlo. No permita que su corazón se arrugue por manchas que no valen la pena.
Y enséñele, también, a sus hijos que cualquier persona puede equivocarse, que pedir perdón siempre debe estar acompañado del cambio de actitud y que, paradójicamente, los errores nos enseñan a crecer como personas, ciudadanos y familia.