Recuperar la institucionalidad: el reto urgente que el país no puede aplazar
Colombia necesita volver a creer en sus instituciones, recuperar la confianza en la justicia y defender la meritocracia como un principio esencial para reconstruir el país.
Cuando el Estado se deja llevar por la improvisación, cuando el debate público se contamina de arrebatos y decisiones sin sustento técnico, no es el Gobierno el que sufre las consecuencias, es la gente.
Esa ciudadanía que hoy siente que el rumbo del país se extravió entre anuncios vacíos, reformas mal planteadas y una conducción política que parece más interesada en polarizar que en gobernar.
He visto con preocupación cómo en los últimos años la discusión pública se volvió un campo de batalla donde cada tema se aborda desde la emoción y no desde el análisis serio.
Lo he vivido desde la justicia, que es quizá el termómetro más sensible del deterioro institucional. Hoy, por ejemplo, hablar de la implementación legislativa del Acuerdo de Paz se volvió casi un dogma, un territorio donde la crítica técnica parece prohibida.
Pero yo no concibo la función pública sin la posibilidad —y el deber— de corregir. La paz no puede convertirse en un acto de fe; debe ser un propósito verificable, evaluado con rigor, ajustado cuando sea necesario y, sobre todo, garantista para las víctimas.
Colombia no necesita más discursos sobre reconciliación: necesita rutas claras de reparación, procedimientos más precisos, tiempos procesales que funcionen, instituciones que respondan y no que dilaten.
La justicia transicional no puede seguir atrapada entre buenas intenciones y resultados insuficientes en los territorios.
Esa misma visión es la que llevo conmigo al Congreso. Entrar a legislar no significa ponerle alfombra roja al Gobierno de turno ni convertirse en un opositor irresponsable; significa ejercer, con independencia, el papel que la Constitución le asigna al legislativo.
Si el Ejecutivo presenta iniciativas que fortalezcan al país, tendré la disposición de apoyarlas. Pero si, como ha ocurrido recientemente, se presentan proyectos que debilitan la institucionalidad, que desconocen límites constitucionales o que se construyen más desde la ideología que desde la técnica, no voy a quedarme callado.
La separación de poderes no es una formalidad jurídica, es el primer dique contra el abuso. Y yo, que he dedicado mi vida al derecho, no estoy dispuesto a ver cómo se erosiona por caprichos o pulsos innecesarios.
Si el Gobierno promueve una norma inconveniente, lo advertiré; si el Congreso aprueba algo que afecte la estructura del Estado, defenderé el deber del Ejecutivo de objetar. No por confrontación, sino por responsabilidad con el país.
Colombia atraviesa una crisis de confianza que no surgió de la nada. Es el resultado de la inestabilidad, del vaivén permanente, de reformas inconsultas, de mensajes contradictorios y de un estilo de gobierno que ha preferido la estridencia antes que la construcción.
La justicia, que debería ser un pilar de estabilidad, hoy está saturada y asfixiada. Y no por culpa del modelo acusatorio, como algunos insisten, sino por la falta crónica de recursos, de tecnología, de personal capacitado y de una visión moderna que entienda que la justicia necesita inversión real, no simples anuncios.
Fortalecer la justicia no significa desmontarla ni convertirla en un laboratorio de improvisaciones; implica modernizarla, ampliarla, volverla accesible y eficiente.
Esto no se logra con discursos; se logra con presupuesto, con formación, con infraestructura y con decisiones técnicas que se sostengan en el tiempo.
Por eso hoy reafirmo, con claridad, mi compromiso con la institucionalidad. En medio de la incertidumbre, yo elijo la ruta de la sensatez.
La política no puede seguir siendo un ejercicio de apuestas cortas, de cálculos personales, ni de confrontaciones estériles que no le sirven a nadie. La política debe recuperar la seriedad, la técnica, la visión de país. Yo asumo esa responsabilidad.
Quiero contribuir a que Colombia se aleje del ruido y retome el rumbo de la firmeza institucional, del equilibrio democrático, de la justicia que funcione y del Estado que no improvise con la vida de millones.
El país no aguanta más improvisación. No aguanta más polarización. No aguanta más decisiones tomadas al calor del aplauso fácil. Colombia necesita volver a creer en sus instituciones y en el liderazgo que actúa con responsabilidad.