Sebastián Moyano “Belalcázar”, genocida y violador

Célimo Sinisterra

Poco o nada se ha dicho acerca de la verdadera vida de Sebastián Moyano, “alias Belalcázar”.

Maestros e historiadores lo han proclamado como el gran conquistador, como un hombre de abolengo, significado en la historia como si fuera lo mejor que le haya pasado a América.

Hoy se conocen muchos establecimientos educativos con su nombre, así como pueblos y barrios.

Del mismo modo, a lo largo y ancho de las Américas se pueden ver monumentos a nombre de este señor, los cuales, según las autoridades locales, hacen parte del patrimonio cultural y los cuidan, los protegen como algo extremadamente valioso.

Incluso hay normas que castigan hasta con privación de la libertad a las personas que atenten contra estos monumentos.

Durante siglos, las estatuas de Sebastián Moyano “Belalcázar” fueron ubicadas mirando desde lo alto las ciudades que él mismo fundó, como Popayán, Cali y Quito, símbolo del poder colonial y de la “civilización” que trajo la conquista española.

Sin embargo, bajo la sombra de su caballo y su espada alzada, se oculta una historia mucho más oscura: la del hombre que construyó su gloria sobre el dolor, la violencia y el exterminio de pueblos sometidos a la servidumbre bajo la amenaza de esclavitud y muerte.

Belalcázar, nacido en 1480 en Córdoba, España, llegó a América en el tercer viaje de Colón en condiciones precarias.

Tenía 18 años, venía huyendo de España porque había asesinado a garrotazos a su hermano, hecho que afirma el reconocido escritor y exgobernador del Valle del Cauca, Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Al llegar al Abya Yala, hoy continente americano, este hombre fue denominado como “el adelantado”; este era un cargo concedido por la Corona española para llevar a cabo campañas militares.

Fue así que lo enviaron a lo que hoy es Centroamérica. De ahí retornó al sur, llegando al Perú, donde se unió a la causa criminal al lado de Francisco Pizarro y su hermano Gonzalo Pizarro.

Luego llegó a lo que hoy es Ecuador, y después de asesinar a los caciques fundó la ciudad de Quito. Moyano siguió su camino hacia el norte y llegó a lo que hoy es el departamento de Nariño.

No está claro si fundó a San Juan de Pasto; sin embargo, se sabe que continuó su camino hasta llegar a Timbío, ya en lo que hoy es el departamento del Cauca.

Ahí se encontró con miles de aborígenes, a los cuales exterminó utilizando armas de fuego como arcabuces y mosquetes. Él y sus lugartenientes también violaron y embarazaron a cientos de aborígenes.

Moyano Belalcázar llegó hasta el río Cauca y abordó una embarcación en compañía de aborígenes sometidos. El señor Belalcázar iba en busca de “El Dorado”.

Es así que, río abajo, llegó a Timba y ahí hurtó todo el oro de los indios. Luego llegó a Jamundí, donde asesinó al cacique, violó a las indígenas y hurtó todo lo que tenía valor.

En seguida llegó a lo que hoy es el puente de Juanchito, donde se encontró con el cacique Petekuy, a quien asesinó.

Aunque ya estaba cargado de oro, este genocida siguió su rumbo y llegó a lo que hoy es Yumbo. Ahí hizo lo mismo con los indígenas.

También fundó la hacienda La Estancia, hoy barrio La Estancia. Su ruta avasalladora de dolor y muerte termina en Vijes, donde fundó la ciudad de Cali el 25 de julio de 1536.

Legado de muerte del “conquistador”

En su camino hacia el norte desde Perú, Belalcázar arrasó pueblos enteros para imponer el dominio de la Corona española.

En lo que hoy es el suroccidente colombiano, su encuentro con los pueblos pubenenses, yanaconas, paeces y misak fue una tragedia.

Las crónicas narran torturas, saqueos y esclavitud. Los indígenas fueron obligados a servir en encomiendas, despojados de sus tierras y sometidos a trabajos forzados.

Muchos murieron bajo el látigo o por las enfermedades traídas por los europeos.

Fundó Popayán en 1537 sobre los restos de los antiguos cacicazgos, imponiendo su nombre y su religión sobre una cultura milenaria.

Durante siglos, la figura de Belalcázar fue exaltada en los libros de historia como la de un héroe civilizador.

Pero la memoria de los pueblos no olvida. En 2020, comunidades indígenas del Cauca y el Valle derribaron sus estatuas como un acto simbólico de justicia.

No fue vandalismo, fue historia en movimiento: la historia de quienes se niegan a seguir honrando al verdugo.

Nombrar a Belalcázar como genocida no es un exceso retórico, es un acto de precisión histórica. Su proyecto de conquista no solo eliminó vidas, sino también lenguas, creencias y cosmovisiones.

Fue parte de un sistema que justificó la violencia en nombre de Dios y del rey, y que aún deja heridas abiertas en la memoria colectiva.

Hoy, cuando las ciudades que él fundó buscan reconciliarse con su pasado, el verdadero desafío no está en derribar estatuas, sino en levantar memoria.

Recordar a Sebastián de Belalcázar no para glorificarlo, sino para comprender que la historia no se escribe solo con espadas y cruces, sino también con las voces de quienes sobrevivieron a ellas.

Comments

jueves 30 de octubre, 2025

Otras Noticias