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Cultura ciudadana: una revolución silenciosa

viernes 26 de septiembre, 2025

Por: Rosa María Agudelo – Directora Diario Occidente

¿Cómo se construye una sociedad desde la calle? No desde las urnas, sino desde la cotidianidad.

Desde el acto simple de respetar una fila, de ceder el paso, de no tirar basura.

He pasado décadas reportando planes de gobierno, por eso sé que lo que cambia una ciudad es la decisión de sus habitantes de portarse distinto.

Nos quejamos mucho de lo que el Estado no hace, pero pocas veces nos detenemos a pensar en lo que los ciudadanos dejamos de aportar.

La cultura ciudadana empieza al momento en que reconocemos que también tenemos una parte de la responsabilidad.

En ese aspecto, he visto cómo Cali se mueve como un yo-yo entre el comportamiento ideal y el caos total. A principios de los 90 fuimos considerados una ciudad modelo de buen comportamiento.

Treinta años después, tras la pandemia y el estallido social, nos convertimos en un caos urbano y cívico. Hoy siento que estamos recomponiendo el rumbo, volviendo a preguntarnos por las normas básicas de convivencia y por lo que significa realmente ser ciudadanos en comunidad.

Para escribir este reportaje, salí a recorrer la ciudad. Me subí al MÍO y confirmé que convivimos con realidades muy distintas: en estaciones como Universidades, el caos es total; en Capry y Cosmocentro, hay orden; en el centro, el caos vuelve, y en el oriente ni se diga.

Sin embargo, en ese mismo sector también hay comportamientos distintos. Me sorprendió, por ejemplo, el buen comportamiento que observé en Mariano Ramos, en contraste con otros sectores donde los colados son mayoría.

Esta percepción se refuerza también al conducir: hay zonas donde los semáforos, los sentidos viales y las ciclorutas se respetan, y otras donde reina la anarquía. Igual ocurre con el manejo de las basuras.

Esta situación me hizo recordar algo que me dijo una mujer de origen campesino en una de las tomas de las comunas.

Ella había llegado de la costa, de una zona rural, de una vereda del Pacífico. En su sector había mucha basura, vivía cerca del río Cauca y la mayoría de los habitantes tiraban la basura a sus orillas.

Me explicó que el carro de la basura no entraba hasta su barrio, sino que pasaba tres cuadras más lejos, y que además, en el campo, la basura se quemaba o se enterraba.

Esa conversación me hizo entender que detrás de muchos comportamientos que consideramos faltos de civismo hay historias, contextos, ausencias del Estado, pero también aprendizajes culturales que requieren ser resignificados.

En general, pienso que la cultura ciudadana es un proceso de aprendizaje continuo, en el que además juega un papel muy importante el sentido de pertenencia. En Cali nos ha ganado la intermitencia en ese proceso.

Esta fragmentación revela que nuestra cultura ciudadana es todavía frágil y que el esfuerzo por recomponerla debe adaptarse a contextos muy diversos.

De la teoría al semáforo

A inicios de los 90, el politólogo Robert Putnam hablaba de “capital social“. No en el sentido financiero, sino en los lazos invisibles que unen a las comunidades: confianza, cooperación, normas compartidas.

Su metáfora del “jugador de bolos solitario” en Estados Unidos advertía un peligro: sin redes, sin participación, la democracia se deshilacha. Y tenía razón.

En Colombia, esa alerta se transformó en acción. Mientras Putnam escribía, Antanas Mockus aplicaba. El filósofo-alcalde entendió que cambiar las leyes no bastaba.

Había que cambiar los imaginarios. Su estrategia fue pedagógica, simbólica, radical: mimos en las calles, tarjetas de aprobación o rechazo, duchas públicas para enseñar a ahorrar agua.

Todo eso, más que anecdótico, fue estructural. Nos enseñó que la cultura ciudadana no es un lujo académico, es una necesidad urbana.

Ese cambio de mirada también trajo consigo un principio potente: la corresponsabilidad. Ya no se trataba solo de lo que hacía el Estado. La pregunta era qué estábamos dispuestos a hacer cada uno de nosotros.

El capital social —esa trama de solidaridad, confianza y acción colectiva— empezó a visibilizarse en juntas de acción comunal, en pactos ciudadanos, en jóvenes que organizaban limpiezas barriales sin que nadie se los pidiera.

Ahí empezó a construirse una democracia cotidiana, menos vistosa, más sólida. Mockus, de hecho, insistía en el poder de la sanción social: ese mecanismo no violento mediante el cual la comunidad reprueba conductas inadecuadas, no con agresión, sino con desaprobación activa. La sanción social refuerza la norma desde el ejemplo colectivo si se convierte en práctica cotidiana. Y eso, más que cualquier multa, tiene el poder de transformar comportamientos.

Cali y el “vivo bobo”

Si hubo una campaña que logró meterse en el alma de una ciudad, fue “El Vivo Bobo” en Cali.

Un personaje cómico que encarnaba al infractor de siempre: el que se salta la fila, el que parquea donde no debe, el que lanza la basura por la ventana.

La genialidad fue mostrarlo como lo que es: no astuto, sino ridículo. En vez de sanción legal, vergüenza social. En vez de castigo, humor.

Antanas Mockus hablaba con insistencia de la sanción social como una forma legítima y efectiva de regular comportamientos en comunidad.

No se trata de castigar con dureza, sino de ejercer una presión simbólica que lleve al infractor a corregirse. Cali lo entendió con esta campaña: durante un tiempo, decirle “¡vivo bobo!” a quien cometía una falta menor tenía más efecto que una multa.

El entonces alcalde Rodrigo Guerrero lo resumió en una frase que aún tiene sentido:No basta con construir más cárceles, hay que construir más conciencia”.

Y durante su mandato, Cali fue pionera en asumir que el comportamiento ciudadano no es algo que se impone, sino que se enseña y se aprende.

Sin embargo, ese aprendizaje no se mantuvo. Faltó continuidad. Cambiaron los Gobiernos, llegaron nuevos ciudadanos, surgieron nuevas culturas urbanas y con ellas nuevas tensiones.

La cultura ciudadana, que requiere consistencia y tiempo, fue abordada con campañas pasajeras. Con buenas intenciones pero sin resultados sostenidos, nos hemos limitado al concepto de una ciudad bonita porque está limpia. Esa es una manera muy superficial de asumir el problema.

El resultado: una ciudad que avanzó, retrocedió y hoy intenta recomponer el rumbo. Lo que fue una estrategia de pedagogía cívica se quedó sin relevo, y sin rituales comunes que recordaran día a día que vivir en sociedad requiere pactos y respeto.

Medellín: cultura metro y pactos ciudadanos

Contrario a lo que sucedió en Cali. Siempre me ha sorprendido la continuidad que Medellín ha logrado mantener en torno a su cultura ciudadana. La Cultura Metro, por ejemplo, se ha consolidado a lo largo del tiempo como un referente de respeto por lo público, algo que no logramos construir con la misma fuerza en torno al MÍO en nuestra ciudad.

Mientras en Medellín el metro es motivo de orgullo, cuidado y corresponsabilidad, en Cali muchas estaciones del sistema han sido vandalizadas, y la relación con el sistema es más instrumental que simbólica.

Lo mismo ocurre si comparamos los parques biblioteca, considerados espacios culturales vivos en Medellín, con los parques y estaciones en Cali, donde en muchos casos lo que predomina es el deterioro y la indiferencia.

Esa diferencia, más allá de la infraestructura, habla de una apuesta sostenida en el tiempo, de un compromiso cívico que ha logrado trascender administraciones y contextos sociales cambiantes.

En Medellín, el proceso fue más silencioso, pero profundo. Allí, la cultura ciudadana se tejió en torno a símbolos colectivos: el Metro, las bibliotecas-parque, los presupuestos participativos. El civismo no se impuso: se construyó entre todos.

Una comunidad que firma un pacto para cuidar su espacio, jóvenes que se convierten en guías cívicos, vecinos que deciden cómo invertir el presupuesto hacen que algo cambie. La ciudad deja de ser un escenario y se vuelve un proyecto compartido.

Los esfuerzos de Cali, Bogotá y Medellín no surgieron solos. La cultura ciudadana es parte de una tendencia global que, desde los años 90, ha promovido la participación como un derecho y una herramienta clave para el desarrollo.

El PNUD, ONU-Hábitat y la OCDE han insistido en que las ciudades más democráticas y cohesionadas no son solo las que tienen mejor infraestructura, sino aquellas donde los ciudadanos tienen voz, corresponsabilidad y capacidad de incidir en lo público.

Este enfoque entiende la cultura ciudadana como un proceso continuo, que requiere constancia, educación y rituales compartidos.

Cali, Bogotá, Medellín no fueron excepciones. Sin embargo, mientras algunas lograron sostener esos aprendizajes en el tiempo, otras —como Cali— se quedaron en esfuerzos intermitentes que, aunque bien intencionados, no lograron consolidar un compromiso colectivo duradero.

La participación no se decreta

Habermas decía que la esfera pública es ese lugar donde se forma la opinión colectiva. A veces está en la esquina del barrio, en la reunión de la Junta de Acción Comunal, en una asamblea juvenil.

Desde Pasto hasta Medellín, pasando por Bogotá, los presupuestos participativos, las veedurías y los consejos de juventud han demostrado que la democracia se construye también desde abajo. Con dificultad, sí. Con avances y retrocesos.

Hoy, los escenarios de participación se multiplican en nuevos formatos. Las plataformas digitales, las consultas en línea, las redes sociales y los foros virtuales abren oportunidades para una ciudadanía más ágil, más informada, más diversa. Sin embargo, también traen riesgos.

La polarización, la desinformación y la violencia simbólica amenazan con vaciar de sentido estos espacios. Por eso, más allá de la tecnología, el reto sigue siendo formar ciudadanos críticos, empáticos y activos.

Que no solo voten, sino que dialoguen, vigilen, propongan y también hagan. Porque la ciudadanía no se agota en la opinión: se realiza en la acción.

¿Y ahora qué?

Hoy el reto no es solo mantener lo logrado, sino reinventarlo. Las redes sociales han abierto nuevos escenarios de participación, también de polarización. La fatiga cívica crece, la desconfianza también.

Necesitamos nuevas narrativas. Nuevos “vivos bobos” que nos pongan frente al espejo. Nuevos mimos que nos recuerden que la norma no es una imposición, sino un pacto.

Desde la sala de redacción he visto cómo las grandes transformaciones no vienen siempre desde arriba. Vienen desde las calles, desde los pequeños actos cotidianos.

Mockus decía:la ley, la moral y la cultura deben armonizarse”. Quizá ese siga siendo el mayor desafío de nuestra democracia.

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