Desde la sala de redacción, 35 años de periodismo
El Cauca: un territorio que se resiste al olvido
Soy caucana, no de nacimiento sino de tradición. Mi familia es payanesa.
José Ayerbe llegó a Popayán hacia 1750, y su hijo, Tomás Ayerbe Rodríguez, tatarabuelo de mi abuelo, nació allí en 1782.
Pero lo cierto es que la desconexión entre las familias payanesas que se consideran de antaño y el resto del departamento ha sido siempre profunda.
El racismo y el clasismo han marcado esa distancia desde hace siglos.
Me crie en Cali, ciudad a la que llegué con apenas un año de vida.
Pero durante toda mi infancia y adolescencia, Popayán fue una especie de segunda casa. Los fines de semana eran de carretera y curvas, de paradas en Santander de Quilichao, Mondomo o Piendamó y siluetas blancas al fondo.
Y, por supuesto, de Semana Santa. Esa rutina cambió para siempre después del terremoto de 1983.
La ciudad blanca se resquebrajó. Las paredes no cayeron solas: también se derrumbó la imagen que muchos teníamos del Cauca como un lugar inmóvil, eterno.
A partir de entonces, empecé a ver el departamento con otros ojos. Desde el periodismo y desde la distancia.
De la solemnidad a las balas
Durante los primeros años de mi carrera, me ofrecía siempre para cubrir la Semana Santa. Era mi forma de no soltar esa tradición familiar.
Pero pronto, mi cobertura del Cauca dejó de estar marcada por los pasos procesionales y empezó a girar en torno al sonido de las balas.
Me tocó registrar tomas guerrilleras, especialmente en el norte del departamento. Toribío, Caldono, Jambaló… nombres que empecé a escuchar con una frecuencia alarmante.
Con el tiempo, los cierres de la Panamericana se hicieron parte del paisaje informativo. Recuerdo uno en particular que dejó a Popayán completamente bloqueada.
Días enteros sin comida, sin combustible, sin medicamentos. Un bloqueo que no solo cortó el paso de vehículos, sino que evidenció la fractura entre la capital y el resto del Cauca.
Las invasiones de tierras comenzaron a escalar en la agenda. El conflicto por el territorio se convirtió en una bomba de tiempo.
El norte del Cauca pasó a ser epicentro de una guerra silenciosa entre comunidades indígenas, afros, campesinos y actores armados que encontraron en ese caos una oportunidad para pescar en río revuelto.
Popayán intervenida
Hace mucho no voy a Popayán. La última vez fue poco después del estallido social. Lo que era una ciudad de un blanco impecable, se había convertido en un lienzo lleno de grafitis. No me escandalizó.
Al contrario, me pareció un acto de ruptura simbólica: como si los jóvenes hubieran decidido intervenir la memoria de una ciudad que durante años había ignorado las historias que se escribían por dentro.
Esa es, quizás, una de las claves de las heridas del Cauca. Pese a su riqueza cultural y étnica, el departamento ocupa los últimos lugares en calidad educativa y empleo juvenil.
Muchos jóvenes indígenas y afros, sin oportunidades reales, son empujados al conflicto o al narcotráfico. Otros, simplemente, se van.
En mi familia también ocurrió. Durante siglos, nuestros apellidos estuvieron ligados a la historia payanesa. Hoy solo quedan algunos pocos.
La mayoría se fue expulsada, no por la violencia directa, sino por la imposibilidad de construir un futuro. Cuando un territorio deja de ofrecer horizontes, incluso las raíces más profundas se arrancan.
Tierra disputada, comunidad fragmentada
En el Cauca, la violencia también se instala en las relaciones entre comunidades que, pese a compartir territorio y dolor, no logran reconocerse como aliadas.
Las tensiones entre indígenas, afrodescendientes, campesinos mestizos y grandes propietarios han crecido. Aunque rara vez ocupan titulares, explican parte del malestar social que atraviesa la región.
El significado de la tierra está en el centro de esa complejidad. Para los pueblos indígenas, representa identidad y espiritualidad; para las comunidades negras, es memoria y libertad; para los campesinos, es sustento.
A esto se suma la presencia histórica de latifundios, especialmente en el norte. Los grandes propietarios ven en la tierra progreso y empleo, visión que no siempre comparten las comunidades vecinas.
El resultado es una configuración diversa, con modelos distintos de uso y tenencia que generan fricción.
Mientras los indígenas han logrado avances legales en resguardos y los afrodescendientes avanzan en titulación colectiva, muchos campesinos mestizos viven sin títulos ni acceso a apoyo estatal.
En paralelo, los grandes propietarios mantienen su actividad productiva en zonas de creciente presión, y las invasiones se disparan.
La competencia por recursos públicos y representación agrava la fragmentación. A veces, comunidades vecinas compiten por proyectos o atención institucional.
El resultado: más desconfianza, menos consensos.
Reconocer estas tensiones no es abrir una herida, sino asumir que la paz en el Cauca requiere diálogo intercultural, claridad institucional y una mirada integral del territorio.
Porque la tierra no solo se pisa: también se disputa, se defiende y se sueña.
Radiografía de un territorio al límite
El Cauca se muere. Sus 1.5 millones de habitantes conviven con la guerra como si fuera clima. Aquí la vida se cuenta en muertos diarios.
Es el tercer departamento con más víctimas del conflicto armado: según el Registro Único de Víctimas, más de 470.000 personas han sido desplazadas, asesinadas o desaparecidas en este territorio (Unidad para las Víctimas, 2023).
Eso equivale a casi un tercio de su población. Una generación entera marcada por el horror.
La pobreza lo atraviesa como una enfermedad crónica: más del 60% de su gente es pobre. En el Pacífico caucano, ese número llega al 85%.
La mitad de los hogares no tienen acceso digno a agua potable. La informalidad laboral roza el 80%.
Y mientras tanto, la violencia muta. Las FARC dejaron las armas, pero sus disidencias —en especial el Estado Mayor Central— se fortalecieron y retomaron el control de corredores estratégicos.
El ELN ha incrementado su presencia, especialmente en la costa pacífica, y según informes de 2024, las acciones armadas en el Cauca aumentaron un 78% tras la ruptura del cese al fuego (OCHA, 2024).
A ellos se suman las AGC, bandas locales y hasta el Cartel de Sinaloa, que disputa el control de cultivos ilícitos, oro y rutas.
El reclutamiento forzado de menores es otra señal alarmante: más de 500 niños y niñas, en su mayoría indígenas, han sido vinculados a estos grupos en los últimos años (Human Rights Watch, 2023).
Y el reclutamiento de jóvenes ha crecido más del 50% según informes regionales (Pares, 2024).
Los grupos armados controlan corredores enteros fortalecidos por la rentabilidad de las economías ilegales. En 2022, el Cauca tuvo 26.223 hectáreas de coca, el 11% del total nacional.
Entre julio y diciembre de 2023, fue el departamento más afectado por acciones bélicas. A veces compiten, otras se reparten el mapa. En esta economía de guerra, quien no obedece, desaparece.
En El Plateado, corregimiento de Argelia, se resume la tragedia del Cauca. Este pequeño enclave, donde el 70% del territorio está bajo influencia de economías ilegales, es disputado por disidencias de las FARC, el ELN y bandas narcotraficantes, que lo codician por su ubicación estratégica hacia el Pacífico y Nariño.
La comunidad vive bajo toque de queda impuesto por los grupos armados, con escuelas cerradas, jóvenes reclutados y desplazamientos que se repiten una y otra vez.
En 2023, más de 3.000 personas abandonaron sus casas por los combates, y en 2024 los enfrentamientos han obligado incluso al Ejército a replegarse. En El Plateado, la presencia del Estado se limita a los titulares de prensa cuando hay bombardeos o tragedias.
Mientras tanto, la población sobrevive entre cultivos ilícitos, miedo y abandono.
Allí, como en tantos otros puntos del Cauca, la guerra no es una noticia: es la rutina.
El Estado aparece con militares, pero la guerra no se resuelve con fusiles. Lo han dicho los líderes sociales, esos que siguen siendo asesinados.
Solo entre 2016 y 2023, fueron 226. En 2023, la Defensoría reportó 28 más, 14 de ellos indígenas. La mayoría en zonas donde silenciar al que alza la voz es parte de la estrategia de control.
La vía Panamericana ha sido bloqueada más de 60 veces en los últimos 15 años. La gente se acostumbra a caminar entre escombros, a que falte la gasolina, a que se pierdan los alimentos.
Todo el mundo protesta, para. ¿Quién puede hablar de desarrollo así?
La tierra se ha vuelto trinchera. Entre 2014 y 2022, se registraron invasiones en 71 predios, afectando cerca de 6.600 hectáreas.
Solo en los primeros nueve meses de 2022, se sumaron 1.000 hectáreas más. Según Asocaña, las consecuencias han sido más de 6.000 empleos directos perdidos, parálisis productiva y más conflicto social.
Compromiso territorio: una apuesta por la esperanza
En medio de la fragmentación y la desconfianza, han surgido iniciativas que muestran que el Cauca no está solo ni condenado al abandono.
Una de ellas es Compromiso Territorio, una estrategia liderada por ProPacífico que articula a empresas, organizaciones sociales, gobiernos locales y cooperación internacional para impulsar la transformación sostenible del norte del Cauca y el sur del Valle.
El proyecto actúa en cuatro frentes: desarrollo social, inclusión económica, fortalecimiento institucional y sostenibilidad ambiental, con acciones en municipios como Guachené, Caloto, Puerto Tejada, Miranda y Santander de Quilichao.
Esta apuesta no se queda en el diagnóstico. Llega con presencia constante, trabajo con liderazgos comunitarios y un enfoque claro: construir soluciones desde el territorio y con sus actores.
Es un modelo que no impone, sino que acompaña. Y que entiende que la paz no es solo ausencia de guerra, sino presencia de oportunidades.
El sector privado que sí se compromete
En ese mismo camino, algunas empresas han decidido no mirar hacia otro lado. El Ingenio del Cauca (Incauca) ha invertido más de $33.000 millones en programas sociales y ambientales que van desde educación, infraestructura rural y conservación ambiental, hasta fortalecimiento de iniciativas comunitarias.
Otros ingenios como San Carlos y Carmelita han promovido el liderazgo juvenil, la prevención del consumo de sustancias y la generación de empleo local.
Solo Carmelita ha beneficiado a más de 1.500 jóvenes y generado más de 1.300 empleos directos e indirectos en la región.
No son acciones caritativas ni aisladas. Son ejemplos de un modelo de responsabilidad compartida, donde el desarrollo no se decreta desde afuera, sino que se construye con quienes viven, trabajan y sueñan el territorio todos los días.
¿Cuál es el futuro del Cauca?
A veces me pregunto si el Cauca tiene solución. No tengo una respuesta definitiva. Pero sé que el primer paso es reconocerlo en su complejidad.
Dejar de mirar solo a Popayán. Escuchar a los blancos de Popayán, a los Nasa de Toribío, a los afros de Suárez, a los campesinos de Patía.
Entender que la solución no pasa solo por la fuerza, sino por escuelas, hospitales, vías, empleo, respeto por las autonomías, por las diferencias y el compromiso sostenido con las comunidades.
El futuro del Cauca no puede seguir siendo escrito por los que disparan ni por los que deciden desde Bogotá sin pisar su tierra.
Debe construirse desde la gente, con sus propias voces, y con el respaldo de quienes sí creen que es posible otro destino.
Porque allí, entre el fuego cruzado y la desesperanza, también florecen liderazgos, ideas, cooperativas, radios comunitarias, mingas que sueñan más allá del reclamo.
El periodismo —al menos el que yo intento hacer desde hace 35 años— tiene el deber de no dejar que se apague la historia de un territorio que, pese a todo, no se rinde.
Esta crónica es también un homenaje: a Julumito y a Santa Rosa, aquellas veredas que recorrí a caballo; al café y la guayaba que aprendí a cosechar con mis abuelos; a esos campesinos que trabajaban de sol a sol en una época en la que, quizás ingenuamente, yo sentía que todos éramos iguales y que compartíamos la misma agua de panela y balon.
Porque el Cauca duele, pero también late. Y mientras haya alguien dispuesto a contarlo, a volver, a comprometerse —no solo con la memoria, sino con el presente—, el olvido no tendrá la última palabra.
Desde la sala de redacción: 35 años de periodismo
Este proyecto es una mirada al pasado, al presente y al futuro de Colombia a través de la experiencia periodística. A través de estas crónicas, busco no solo recordar, sino entender las lecciones que el tiempo nos ha dejado.
Porque el periodismo no es solo contar la historia, sino cuestionarla y, en ocasiones, desafiarla.