Desde la sala de redacción, 35 años de periodismo
Democracia en Colombia: Entre la esperanza y la fragilidad
Desde que comencé mi carrera periodística en 1990, he cubierto de cerca los procesos electorales en Colombia.
La democracia es para mí un tema de primer orden en la agenda de la sala de redacción.
La primera elección que reporté fue la de los delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, un momento histórico que marcó el inicio de la renovación institucional con la Constitución de 1991.
Desde entonces, cada ciclo electoral ha sido una oportunidad para evaluar el estado de nuestra democracia: sus avances, sus retos y sus contradicciones.
Los años electorales siempre han sido de una emoción única para mí.
Entrevistar candidatos, organizar debates, promover campañas de participación, analizar encuestas y hacer pronósticos de resultados se convierten en el pan de cada día. Pero nada se compara con la adrenalina del día de elecciones.
Todavía recuerdo el cubrimiento de las elecciones regionales de 1991, cuando los colombianos eligieron por primera vez a sus gobernadores por voto popular.
En Telepacífico, nuestra transmisión comenzó a las 8 a. m. y terminó a las 11 de la noche. No finalizamos hasta no conocer los ganadores de los cuatro departamentos del suroccidente y sus capitales.
Desde entonces, han sido incontables las jornadas electorales que he cubierto, todas con el mismo vértigo, con la misma expectativa.
Sin embargo, la democracia no es para mí solo una jornada electoral. Es un tema fundamental en mi agenda periodística, un ejercicio que trasciende el acto de votar y se convierte en la gran conversación sobre el país que queremos construir. He vivido en democracia y quiero morir bajo el mismo sistema.
La abstención, un problema persistente
La abstención electoral ha sido una constante en Colombia. La cifra más alta se registró en 1994, cuando el 65.28% del electorado no votó en las elecciones que dieron la victoria a Ernesto Samper.
En contraste, la abstención más baja ocurrió en la segunda vuelta de 2022, con un 41.83% de no votantes en la contienda entre Gustavo Petro y Rodolfo Hernández.
Estas cifras muestran que cuando la elección se percibe como reñida, la participación aumenta, mientras que en escenarios de apatía o desconfianza, el abstencionismo se dispara.
Las causas de este fenómeno son diversas. La desconfianza en las instituciones es uno de los factores más relevantes: muchos ciudadanos creen que su voto no tiene impacto real en las decisiones del país.
La violencia también ha jugado un papel crucial, ya que en varias regiones los grupos armados han ejercido coerción sobre los votantes.
A esto se suma el clientelismo, que distorsiona el proceso electoral y alimenta la percepción de que los resultados están predeterminados.
El imaginario de “la maquinaria” fomenta la abstención cuando la realidad es que si todos los colombianos habilitados para votar lo hicieran no funcionaría este mecanismo.
Finalmente, la falta de educación cívica limita el sentido de responsabilidad ciudadana, reduciendo el interés por participar en los comicios.
Para reducir la abstención, es fundamental fortalecer la cultura democrática, generar incentivos para la participación electoral y reforzar la transparencia en el proceso electoral.
Sin una ciudadanía activa, la democracia sigue siendo un ejercicio limitado, donde las decisiones quedan en manos de una minoría comprometida con el voto, mientras la mayoría se mantiene al margen.
Segunda vuelta: ¿fortalece la legitimidad?
Implementada para asegurar que el ganador obtenga más del 50% de los votos, la segunda vuelta ha tenido impactos variables en la participación.
En 1998, la elección entre Andrés Pastrana y Horacio Serpa elevó la participación al 56,52%. En 2014, la segunda vuelta entre Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga subió del 40,65% al 47,89%, mostrando que la reducción de opciones moviliza votantes.
Sin embargo, en 2010, la segunda vuelta entre Santos y Antanas Mockus tuvo menor participación (44,74%) que la primera (49,29%), reflejando la percepción de un resultado definido.
En 2022, el duelo Petro-Hernández registró la mayor participación desde 1998 (58,17%), reflejando la polarización y el deseo de cambio. Aun así, el 41,83% del electorado no votó.
Dineros ilícitos: el talón de Aquiles electoral
La corrupción ha sido una constante en la financiación de campañas. El Proceso 8.000 en los años 90 demostró que la campaña de Ernesto Samper recibió dinero del Cartel de Cali, debilitando su legitimidad.
En 2004, la Yidis-política reveló la compra de votos en el Congreso para aprobar la reelección de Álvaro Uribe. En 2014, el escándalo de Odebrecht destapó pagos de sobornos en campañas presidenciales.
Ahora, la financiación de la campaña de Gustavo Petro en 2022 está bajo investigación por presuntas irregularidades.
Sin controles efectivos y sanciones ejemplares, la democracia seguirá secuestrada por el poder del dinero, afectando la legitimidad de las elecciones y la confianza en el sistema político.
Contratistas y política: un círculo de corrupción
Uno de los mayores riesgos en la financiación de campañas es el papel de los contratistas estatales. Empresas y empresarios que aportan dinero terminan asegurando contratos públicos.
Esto genera corrupción: los contratos no se adjudican por méritos, sino por favores políticos, fomentando sobrecostos y mala ejecución de obras.
El resultado es una democracia debilitada, donde los gobiernos responden a quienes los financiaron, no a quienes los eligieron.
Sin un control estricto sobre la financiación de campañas y contratos públicos, la política seguirá siendo un negocio para unos pocos, alejando aún más a la ciudadanía.
El constreñimiento, un mal silencioso
En Colombia, la violencia y la coerción han sido herramientas clave para distorsionar la voluntad popular. Durante décadas, grupos armados, narcotraficantes y redes clientelistas han intervenido en las elecciones, utilizando el miedo y la presión como mecanismo de control político.
Este fenómeno no solo ha condicionado los resultados, sino que ha debilitado la legitimidad de los gobiernos y la confianza en el sistema democrático.
Durante los años 90, la violencia directa definía la manipulación electoral. Guerrillas como las FARC y el ELN imponían candidatos en regiones bajo su dominio, mientras que los paramilitares aseguraban la elección de sus aliados mediante amenazas y asesinatos.
Con el tiempo, el narcotráfico también influyó en los procesos políticos, financiando campañas y garantizando protección para su negocio.
Aunque la desmovilización de las AUC en 2006 cambió la dinámica, el constreñimiento no desapareció: evolucionó hacia métodos más sofisticados.
Aunque el Acuerdo de Paz con las FARC en 2016 redujo la violencia política en algunas regiones, la amenaza persiste. En zonas como Arauca, Cauca y Guaviare, la abstención sigue reflejando el temor de las comunidades.
La democracia no puede consolidarse mientras elegir siga siendo un acto condicionado por el miedo. El reto es garantizar elecciones seguras, fortalecer la vigilancia electoral y empoderar a la ciudadanía para que el voto sea una verdadera expresión de voluntad popular.
Equilibrio democrático
Elegir gobernantes no es suficiente para garantizar una democracia madura. También importa cómo se ejerce el poder. En Colombia, el equilibrio entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial se ha desdibujado.
La separación de poderes es una base fundamental de la democracia, pero en nuestro país, las negociaciones entre el gobierno y las corporaciones han convertido al Legislativo en una simple extensión del Ejecutivo.
La “mermelada“, como se conoce a la repartición de favores a cambio de apoyo político, es una práctica normalizada. Los organismos de control, que deberían vigilar a los gobernantes, rara vez cumplen su labor.
Su independencia es cuestionable porque en su elección intervienen los mismos que deben ser controlados.
El poder Judicial es quizá el que ha conservado más independencia. Sin embargo, no está exento de presiones y decisiones controvertidas.
La justicia, en muchos casos, parece responder más a intereses políticos que a la ley.
La prensa, que durante años se consideró el “cuarto poder“, también enfrenta serias amenazas. El periodismo libre ha sido acorralado por el poder, sometido a presiones económicas y campañas de desprestigio. Hoy, quienes denuncian los abusos del gobierno son señalados como enemigos.
Sin un verdadero equilibrio de poderes, la democracia se debilita. No basta con votar.
Es necesario exigir gobiernos transparentes, instituciones fuertes y prensa libre. De lo contrario, la democracia seguirá siendo solo una formalidad, un ritual electoral vacío de contenido real.
La violencia política y la democracia asesinada
Dejé de última la mayor amenaza contra nuestra democracia. La violencia política. Colombia ha sido testigo de una historia manchada de sangre cuando se trata de política.
No es solo un país de debates acalorados o campañas intensas. Es también un país donde los candidatos mueren por sus ideas.
Jaime Pardo Leal (1987), Luis Carlos Galán (1989), Bernardo Jaramillo Ossa (1990), Carlos Pizarro Leongómez (1990) y Álvaro Gómez Hurtado (1995) fueron víctimas de un sistema que no tolera la oposición.
Pardo Leal y Jaramillo Ossa representaban a la Unión Patriótica, un partido exterminado en un genocidio político.
Galán se atrevió a desafiar el narcotráfico y la corrupción del Estado. Pizarro creyó en la paz, pero fue traicionado por quienes no querían su reconciliación.
Gómez Hurtado, un ícono del conservatismo, cayó en un crimen aún envuelto en sombras.
La violencia no se limita a los líderes nacionales. Cada elección, candidatos locales son asesinados, secuestrados o amenazados.
En 2019, 91 personas vinculadas al proceso electoral fueron asesinadas en 10 meses. En 2024, Tuluá vivió una ola de violencia con el asesinato de varios concejales.
Estos hechos no son aislados. Responden a un patrón histórico donde la política es un campo de batalla mortal.
La democracia no muere por falta de votos, sino por las balas que la callan. Si queremos preservarla, no basta con indignarnos.
Hay que garantizar que quienes aspiran a liderarnos puedan hacerlo sin convertirse en mártires.
Democracia colombiana: ¿fuerte o débil?
La democracia en Colombia enfrenta un desafío grave. No por el ascenso de un candidato autoritario ni por una crisis institucional inmediata, sino por la desconfianza y la apatía ciudadana.
La encuesta de SABEMOS #005 del Instituto de Ciencia Política y YanHaas, realizada en marzo de 2025, revela datos inquietantes sobre la percepción democrática en el país.
El 72% de los encuestados considera que es “muy importante” que Colombia siga siendo una democracia. Sin embargo, la realidad es que muchos creen que el sistema está en riesgo.
Un 64% opina que hay poca democracia, y un 34% cree que esta está en peligro.
¿Las razones? El abuso de poder de los políticos (34%), el presidente Gustavo Petro (26%) y la inseguridad generada por los grupos criminales (16%).
Aun así, hay esperanza. Un 83% de los encuestados está dispuesto a defender la democracia, y un 89% lucharía contra una dictadura en el país.
Esto demuestra que, aunque muchos colombianos ven fallas en el sistema, no están dispuestos a renunciar a él.
La pregunta es si ese compromiso se traducirá en acción política y electoral o si, como ha ocurrido históricamente, la mayoría elegirá la indiferencia.
La democracia no se pierde en un golpe de Estado ni en una noche oscura. Se erosiona con la apatía, la desconfianza y la resignación.
Colombia debe decidir si fortalece su democracia con participación o la deja desmoronarse en el silencio.
¿Estoy exagerando? ¿Qué significan estas cifras? Colombia tiene una democracia funcional, pero enfrenta problemas graves que afectan su calidad.
La corrupción, el financiamiento ilícito y la violencia siguen debilitando la confianza ciudadana en las instituciones.
Aunque no hay un riesgo inmediato de colapso, sin reformas estructurales que mejoren la transparencia, la seguridad electoral y la independencia de poderes, el deterioro continuará.
Desde la sala de redacción: 35 años de periodismo
Este proyecto es una mirada al pasado, al presente y al futuro de Colombia a través de la experiencia periodística.
A través de estas crónicas, busco no solo recordar, sino entender las lecciones que el tiempo nos ha dejado.
Porque el periodismo no es solo contar la historia, sino cuestionarla y, en ocasiones, desafiarla.