Cosas de casa
La tragedia épica del niño que no quiere bañarse
Hay batallas históricas que marcaron a la humanidad: Troya, Waterloo, la llegada a la Luna… y la más compleja de todas, la que se libra en miles de hogares cada noche: lograr que un niño pequeño se bañe.
No existe conflicto diplomático más difícil que ese instante en el que uno dice “vamos al baño” y el niño actúa como si hubiera escuchado una amenaza internacional.
La escena cambia de un hogar a otro, pero el caos es universal. Un niño que no quiere bañarse entra en un modo dramático tan intenso que fácilmente podría protagonizar una telenovela.
Lo curioso es que, para el niño, el baño no es una actividad sencilla: es una injusticia. Él está jugando, construyendo ciudades, salvando dinosaurios, interrumpiendo mundos imaginarios.
Y de pronto un adulto aparece con agua tibia, jabón y la absurda idea de que debe detener su misión de superhéroe para meterse a una bañera. Es ofensivo. Es imperdonable. Es una violación a los acuerdos tácitos de la infancia.
Todo comienza con la frase inocente: “Es hora del baño”. El niño, que dos minutos antes estaba feliz, entra en una fase de negociación política. Pregunta si puede ir en cinco minutos, en diez, en veinte… tal vez mañana. Nadie sabe dónde aprendió a posponer así.
Seguramente observó a los adultos cuando aplazan tareas. El niño no quiere bañarse, pero se siente orgulloso de su habilidad para negociar.
Y los padres, haciendo uso de toda la paciencia que queda en el cuerpo, intentan mantener la calma: “es rápido, solo cinco minutos”.
Si la negociación falla, empieza la fase de persecución. No importa si la casa es pequeña: el niño encuentra rincones, corre como atleta olímpico, se esconde detrás de puertas, debajo de mesas y hasta detrás de las cortinas creyendo que ha logrado la invisibilidad.
Los padres, mientras tanto, corren detrás con la toalla en mano como si participaran en un reality de supervivencia. A veces el niño cae al piso en modo “muerto dramático”.
A veces se deja arrastrar como si pesara el triple. A veces llora sin lágrimas, porque el drama es más emocional que real.
Cuando finalmente se logra que entre al baño, empieza un nuevo capítulo: el niño, ya dentro, decide que no quiere mojarse.
O sí quiere, pero no todavía. O quiere mojarse él, pero no quiere que le mojen la cabeza. O quiere jugar más. O quiere otro juguete. O quiere que el agua esté tibia, pero no tan tibia.
Los padres ajustan la llave como si fueran técnicos especializados en calibración térmica. La temperatura perfecta, para el niño, dura tres segundos. Después de eso, vuelve a ser motivo de queja.
Pero el baño tiene momentos mágicos también
Un minuto antes era un drama, y de repente el niño, ya rendido, empieza a disfrutar. Salpica agua, canta, inventa historias. Entra en su mundo.
Los padres, desde afuera, respiran por primera vez en veinte minutos. Pero la paz dura poco: llega el momento de lavar el pelo.
Y entonces el baño vuelve a convertirse en tragedia griega. El agua en los ojos, aunque sea una gota, provoca gritos que podrían alertar a la defensa civil.
Ese instante activa el instinto de supervivencia del niño, que aprieta los ojos como si el mundo dependiera de ello. Algunos hacen movimientos que desafían la física. Otros inventan llantos que podrían ganar premios.
Finalmente, el lavado termina. El niño, como si nada hubiera pasado, se queda feliz otra vez. Sale envuelto en su toalla, oliendo a jabón, con el cabello húmedo y la piel suave.
Como si el drama jamás hubiera existido. De hecho, hay niños que apenas salen del baño dicen con orgullo: “Me gusta bañarme”.
Uno solo puede suspirar. Hace cinco minutos estaba actuando como si lo enviaran a un castigo medieval, y ahora es fan confirmado del agua.
La épica continúa con el secado
El niño no se queda quieto. Corre por la habitación en modo libre y salvaje. Los padres intentan alcanzarlo con la toalla o con la crema hidratante, como si persiguieran un pez fuera del agua.
Cuando logran ponerle la pijama, sienten que han sobrevivido a una jornada heroica. Y él, con su cara tranquila, pregunta si puede ver un dibujo. Como si no hubiera causado una guerra familiar cinco minutos antes.
La parte más tierna es que, cuando ya está limpio, cómodo y oliendo a bebé recién horneado, el niño se acerca con una calma amorosa que derrite cualquier enfado.
Se sube a la cama o a los brazos de sus padres como si nada hubiera ocurrido. Y ahí, justo ahí, uno entiende la grandeza del caos: el baño no es solo higiene, es rutina emocional, territorio de conexión, escenario de risas, lágrimas, negociaciones, mini dramas y victorias pequeñas.
El niño no quiere bañarse porque siente que está perdiendo su tiempo de juego. Pero al final, cuando sale del baño con ese brillo suave en los ojos, es imposible no sentir ternura.
Los padres saben que, aunque la batalla se repita mañana, la infancia está hecha de estas pequeñas guerras que algún día se recordarán con risa.
Y quizás, algún día, ese mismo niño también perseguirá a sus hijos con una toalla en mano, preguntándose por qué bañarlos es la misión más épica de la paternidad.