Cali, diciembre 9 de 2025. Actualizado: lunes, diciembre 8, 2025 20:18

Una fiesta nunca vale más que una vida

La pólvora: Cuando el “yo la sé manejar” se vuelve tragedia

La pólvora: Cuando el “yo la sé manejar” se vuelve tragedia
Foto: Pixabay
martes 9 de diciembre, 2025

Cada diciembre, en miles de casas, se repite la misma escena: un adulto toma un tote, un volcán, un chispero o un cohete con absoluta confianza.

Sonríe, dice que no pasa nada, que “él ha prendido pólvora toda la vida”, que “tranquilo, yo la sé manejar”.

Esa frase —tan común, tan cotidiana, tan normalizada— es quizá una de las más peligrosas de nuestra cultura.

Porque la pólvora, aunque se disfrace de tradición y de fiesta, no distingue experiencia, edad, valentía ni supuesta habilidad.

La pólvora no respeta a nadie. Y lo que para algunos es apenas un segundo de diversión, para otros se convierte en un antes y un después.

La historia siempre comienza igual: alguien que cree tener control. Un adulto, generalmente hombre, que se siente experto por haber visto o manipulado pólvora desde niño. Ese exceso de confianza es lo que vuelve a la pólvora más traicionera.

Nadie piensa que le va a pasar. Nadie sale de casa diciendo “hoy perderé una mano”. Nadie prende un volcán esperando que explote al revés.

Nadie enciende un tote imaginando que un niño a unos metros sufrirá las consecuencias. Pero pasa. Pasa todos los años. Pasa en segundos. Y pasa incluso a quienes más tranquilos se sentían.

La pólvora simplemente ¡Explota!

Porque el problema real no es solo el fuego o la explosión: es la ilusión del control. La pólvora da una falsa sensación de manejo, una especie de valentía prestada que se evapora cuando las cosas salen mal.

En un instante, esa chispa inocente puede convertirse en un fogonazo descontrolado, en un estallido que impacta donde no debe, en una llama que corre más rápido que los reflejos.

No avisa. No da segundas oportunidades. No sabe si quien la sostiene es un experto o un novato. Simplemente actúa según su naturaleza: explotar.

Y cuando explota mal, la vida cambia. En hospitales de todo el país, médicos y enfermeras repiten el mismo relato: adultos sorprendidos diciendo “no pensé que fuera grave”, “solo fue un segundo”, “yo sabía manejarla”.

Pero ya es tarde. La pólvora deja marcas profundas: dedos amputados, quemaduras que tardan meses en sanar, daños en la vista, en los oídos, en la piel. Cicatrices físicas y emocionales que no se van con el paso del tiempo.

Aún más doloroso es lo que ocurre alrededor: muchos de los quemados no son quienes estaban manipulando el artefacto, sino quienes estaban cerca.

Niños mirando desde la puerta, bebés en brazos, vecinos curiosos, mascotas asustadas. La pólvora no respeta distancias.

No pregunta quién estaba “solo mirando”. No distingue inocentes. Y esos casos son los que más destruyen el corazón de una familia.

Un golpe de realidad brutal

La niña que perdió un ojo porque alguien encendió una papeleta frente a su casa. El joven que quedó con cicatrices permanentes después de prender un volcán que explotó antes de tiempo.

La madre que aún llora porque su hijo de tres años, solo por estar cerca, terminó hospitalizado con quemaduras.

Ninguna de esas personas pensó que ese día sería distinto. Ninguna imaginó que una celebración cambiaría su vida para siempre.

A veces, la peor parte llega después: la culpa. El adulto que dijo “yo la sé manejar” es también el que, cuando todo estalla, queda atrapado en un remolino emocional insoportable.

Porque no hay explicación posible cuando una fiesta termina en tragedia. No hay frase que alivie el dolor de haber sido parte de algo que dañó a quienes amas.

No hay excusa que repare un cuerpo marcado. Y, aun así, cada diciembre repetimos la misma historia colectiva, como si no supiéramos la magnitud del riesgo.

La pólvora trae un brillo de segundos, pero deja sombras de años. ¿Vale la pena? ¿Vale una luz en el cielo lo que una familia completa arriesga en tierra? ¿Vale una explosión pequeña la posibilidad de que alguien no vuelva a usar su mano con normalidad? ¿Vale una celebración que dura dos minutos la terapia, las cirugías, el llanto, la culpa, el silencio que queda después? No. La respuesta siempre será no.

Esta reflexión no es un regaño, es un llamado a abrir los ojos. A entender que la alegría no se mide por el ruido ni por la cantidad de chispas que salen del pavimento.

La Navidad no se vuelve más Navidad por un estallido. La familia no se hace más familia porque encendimos un volcán.

Lo verdaderamente navideño, lo verdaderamente importante, es que todos estemos completos, sanos, vivos, juntos. Ninguna luz artificial vale más que eso.


La pólvora: Cuando el “yo la sé manejar” se vuelve tragedia

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