¿Qué es la psicología del riesgo?
Por qué asumimos retos virales incluso cuando ponen en peligro la vida
En los últimos años, las redes sociales se han convertido en un gigantesco escenario donde la aprobación pública pesa más que la prudencia.
Desde desafíos aparentemente inofensivos —como bailar frente al espejo o probar una receta extravagante— hasta otros que bordean el peligro extremo, los retos virales han pasado de ser simples juegos digitales a verdaderos experimentos de comportamiento humano.
La pregunta es inevitable: ¿por qué una persona decide arriesgar su integridad física o emocional solo por cumplir un reto y ganar likes?
El poder invisible de la validación social
En el fondo, la raíz del fenómeno está en el deseo profundo de pertenecer. Los seres humanos somos criaturas sociales por naturaleza; necesitamos sentirnos vistos, aceptados y valorados.
En la era digital, esa validación ya no llega únicamente del círculo cercano, sino de miles de desconocidos conectados en una pantalla.
Cada “me gusta”, cada comentario o compartido activa en el cerebro una pequeña dosis de dopamina, el neurotransmisor asociado al placer y la recompensa.
“Es una sensación parecida a la que produce ganar una apuesta o recibir un elogio inesperado”, explica la psicóloga social Laura Romero. “Solo que, en las redes, esa sensación es inmediata, pública y adictiva”.
Por eso, cuando un reto se hace viral, muchos usuarios lo perciben como una oportunidad de ganar visibilidad y reconocimiento.
En un mundo donde todos compiten por la atención, ser parte del reto es, simbólicamente, una forma de “existir”.
El efecto manada y la ilusión de control
Otro factor determinante es lo que los sociólogos llaman el efecto manada: la tendencia humana a imitar el comportamiento de los demás, sobre todo cuando lo vemos validado por figuras de referencia.
Cuando celebridades, influencers o incluso amigos participan en un reto, se genera una sensación de “normalidad” que diluye la percepción del riesgo.
La lógica subconsciente suele ser: “si todos lo hacen, no puede ser tan peligroso”. Esa ilusión de seguridad colectiva se refuerza con los algoritmos de las plataformas, que amplifican los contenidos más compartidos y crean burbujas donde solo se ven los casos exitosos.
El peligro, el accidente o la tragedia quedan fuera del encuadre.
Un ejemplo claro fue el “Blackout Challenge”, que invitaba a los usuarios a aguantar la respiración hasta perder el conocimiento.
Pese a las advertencias, cientos de adolescentes lo intentaron. Varios murieron. Sin embargo, los videos que se viralizaron fueron los de quienes “lo lograban”, reforzando la percepción de que era una hazaña divertida y sin consecuencias.
La psicología del reto viral se nutre, así, de una distorsión de la realidad: las plataformas no muestran los riesgos, solo los aplausos.
Adrenalina, ego y la búsqueda de límites
Más allá de la validación social, existe un componente biológico: el gusto por el riesgo. Algunos estudios en neurociencia indican que las personas con niveles más bajos de dopamina basal tienden a buscar experiencias más intensas para compensar esa deficiencia química.
En otras palabras, el peligro también puede ser un placer.
El cuerpo libera adrenalina frente a la exposición al riesgo, generando una sensación de euforia y poder.
“No se trata solo de aceptación, sino de sentirse invencible, de demostrar que se puede hacer lo que otros no se atreven”, señala el psiquiatra Jaime Herrera. “Es una mezcla de desafío al miedo y afirmación del yo”.
En el contexto digital, ese impulso se combina con la hipervisibilidad del ego. Un video que supera las 100.000 reproducciones puede convertir a una persona anónima en una figura admirada por miles.
Ese ascenso súbito —aunque efímero— es una recompensa psicológica enorme. Algunos arriesgan incluso la vida por saborear ese minuto de fama.
El papel de las plataformas y la cultura del entretenimiento extremo
Las redes sociales no son neutrales. Los algoritmos están diseñados para premiar el contenido más impactante, sin diferenciar si es inspirador o peligroso.
Mientras más emociones genere un video —asombro, miedo, risa o indignación—, más tiempo permanecerá el usuario en la plataforma. Y ese tiempo se traduce en dinero.
Así, los retos virales son la materia prima perfecta: sencillos de replicar, altamente visuales y emocionalmente potentes.
Cada reto se vuelve una especie de “moneda social” que circula y mantiene viva la conversación. Las plataformas lo saben y rara vez intervienen de forma preventiva.
A eso se suma una cultura global de entretenimiento extremo, donde la frontera entre lo audaz y lo irresponsable se desdibuja.
Series, realities y contenidos digitales exaltan la idea de que lo valiente es exponerse, sin importar el costo.
En ese contexto, los retos virales no son más que el reflejo digital de un sistema que premia la osadía más que la sensatez.
Una generación observada… y sin pausa
Para muchos jóvenes, los retos representan algo más que simple diversión: son formas de autoexpresión y pertenencia en un entorno hipercompetitivo.
Rechazarlos puede interpretarse como cobardía o desconexión. Participar, en cambio, ofrece la ilusión de ser parte de algo grande, aunque sea efímero.
Sin embargo, el precio puede ser alto. En los últimos años, organizaciones de salud y educación han advertido sobre el aumento de accidentes, hospitalizaciones y trastornos psicológicos vinculados a desafíos virales.
El problema no es solo físico: también afecta la autoestima y el sentido de identidad, al basarse en la mirada externa y no en la valoración propia.
Más allá del clic: la urgencia de educar para la conciencia digital
Entender por qué asumimos estos riesgos es el primer paso para frenarlos. No se trata solo de prohibir, sino de educar emocionalmente.
Enseñar a niños y adolescentes a distinguir entre diversión y peligro, entre autenticidad y validación, es fundamental para que las redes no se conviertan en trampas de autoestima.
El reto más grande, al final, no está en aguantar la respiración o caminar al borde de un abismo por un video.
El verdadero desafío está en decidir conscientemente cuándo decir no, y recordar que la vida —la real, no la digital— no se mide en likes, sino en experiencias que no ponen en riesgo lo que más importa: seguir vivos para contarlas.