La furia del agua quieta
¿Por qué los lagos pueden explotar?
La noche del 21 de agosto de 1986, en una remota región montañosa del norte de Camerún, el silencio fue roto por algo invisible. No hubo fuego ni temblor, pero al amanecer, más de 1.700 personas y 3.500 animales aparecieron muertos alrededor del Lago Nyos.
Las plantas seguían verdes, las casas intactas, los relojes detenidos. Nadie entendía qué había pasado. Había sido el agua, o más bien, el gas que dormía bajo ella.
Aquello fue una erupción límnica, uno de los fenómenos naturales más insólitos y mortales del planeta. Sucede cuando el dióxido de carbono acumulado en las profundidades de un lago se libera de golpe, como si el agua respirara después de años de contención.
El gas, más pesado que el aire, forma una nube que se desliza por el valle y asfixia todo lo que encuentra. En Nyos, el CO₂ salió con tal fuerza que desplazó casi 1,6 millones de toneladas de gas, cubriendo un radio de 25 kilómetros en apenas minutos.
La causa se halló en la geología: el lago está asentado sobre una cámara magmática activa que emite gas hacia el fondo. Con el tiempo, la presión se acumula hasta que algo —una tormenta, un deslizamiento, una variación de temperatura— rompe el equilibrio.
Entonces el lago explota sin fuego, sin aviso. Solo una burbuja inmensa que sube desde el abismo y convierte el aire en veneno.
El suceso del Lago Nyos no fue el primero. Dos años antes, en 1984, el Lago Monoun, también en Camerún, había matado a 37 personas bajo circunstancias idénticas.
Durante mucho tiempo, las comunidades locales creyeron en maldiciones o castigos divinos. No era para menos: el agua seguía quieta y azul, como si nada hubiese ocurrido. La ciencia tardó años en comprenderlo.
Hoy, el término técnico “erupción límnica” describe una amenaza tan extraña que apenas ocurre en unos pocos lugares del mundo.
Lo que ha pasado
Uno de ellos es el Lago Kivu, en la frontera entre Ruanda y la República Democrática del Congo. Es mucho más grande y contiene unas 350 veces más gas que el Nyos.
Si liberara todo su CO₂ y metano, podría matar a millones. Sin embargo, la ciencia encontró un modo de domar al monstruo: instalar tubos de desgasificación que extraen el gas lentamente desde el fondo, reduciendo la presión y aprovechando el metano para generar electricidad. Es, literalmente, una respiración controlada del lago.
El fenómeno de las erupciones límnicas recuerda que la naturaleza guarda sus propias formas de furia. No siempre rugen ni arden; a veces se acumulan en silencio, esperando el más leve desequilibrio para despertar.
Un lago, símbolo de calma y espejo del cielo, puede ser también un depósito de muerte latente. La paradoja es inquietante: el agua que da vida también puede sofocarla.
En un mundo que cambia más rápido que sus ecosistemas, el caso del Lago Nyos sigue siendo una advertencia. Los científicos ahora monitorean otros lagos potencialmente peligrosos en África y América Central.
Usan sensores que miden presión, temperatura y concentración de gases, buscando prevenir lo que una vez parecía imposible. La naturaleza, sin embargo, no da garantías. Los lagos siguen ahí, silenciosos, bellos y potencialmente letales.
Contemplar un lago es mirar la calma. Pero en sus profundidades puede esconderse la historia del fuego, del gas y de la vida misma.
Quizá esa es su enseñanza más profunda: que incluso el agua más quieta puede tener memoria de volcanes.
*Este artículo fue elaborado por un periodista del Diario Occidente usando herramientas de inteligencia artificial.