Cali, septiembre 26 de 2025. Actualizado: viernes, septiembre 26, 2025 19:45

Adrián Zamora Columnista

China, el dragón de dos caras

Adrián Zamora

En el tablero del siglo XXI, pocas preguntas pesan tanto como esta: ¿qué ambiciones reales persigue China? La respuesta no se libra solo en el campo militar o económico, sino en un terreno más escurridizo, el de las narrativas.

Para Occidente, Pekín es el dragón que muestra un rostro revisionista, decidido a desplazar a Estados Unidos y reordenar el planeta.

Para sí mismo, en cambio, se presenta como un dragón distinto, uno enfocado en la estabilidad, el desarrollo y la soberanía. Dos caras de una misma criatura, cuya tensión ya moldea alianzas, doctrinas y riesgos globales.

En Washington, el diagnóstico se ha vuelto estructural. Informes del Pentágono, resoluciones del Congreso y la Estrategia de Seguridad Nacional coinciden en definir a China como “la principal potencia revisionista”.

La idea es que no busca integrarse, sino alterar las reglas del juego. Bajo esa lógica, Taiwán aparece como el trampolín hacia una mayor influencia en Asia, por lo que la reacción estadounidense se ha traducido en disuasión militar, desacoplamiento económico y coaliciones como el Quad o AUKUS.

El trasfondo de esta desconfianza es un aparato intelectual y político acostumbrado a ver en cada potencia emergente una amenaza existencial, como si el dragón solo pudiera ser temido.

Esta visión occidental se alimenta de episodios concretos. Las maniobras militares chinas cerca del estrecho de Taiwán, el avance en tecnologías estratégicas como la inteligencia artificial o los semiconductores, y la proyección global de la Iniciativa de la Franja y la Ruta refuerzan la idea de que Pekín no es un actor pasivo.

Cada puerto construido en África, cada cable submarino tendido en América Latina, cada avión militar sobrevolando el mar de la China Meridional son leídos como piezas de un ajedrez expansionista.

Pero el relato cambia si se escucha lo que Pekín dice de sí mismo. Sus white papers y discursos oficiales reiteran tres prioridades: preservar la supremacía del Partido Comunista, mantener el control territorial sobre lo que considera propio —Taiwán, Hong Kong, Tíbet, Xinjiang— y sostener el crecimiento económico.

Lo que llama la atención es que por ninguna parte aparece un plan explícito de hegemonía global. Incluso en el centenario del Partido Comunista, Xi Jinping habló más de prosperidad interna, multipolaridad y Naciones Unidas que de desplazar a Estados Unidos.

Para Pekín, el dragón se presenta como vigilante de su espacio vital, no como un conquistador universal.

Esa diferencia también se refleja en la diplomacia. Washington combina poder militar con la defensa de valores liberales, pero ese discurso suele ser percibido como imposición y despierta resistencias incluso entre sus propios aliados.

Pekín, por su parte, avanza con inversiones y evita condicionar a sus socios en lo ideológico, pero esa prudencia exterior contrasta con un autoritarismo interno que limita libertades y despierta dudas sobre sus intenciones.

Ambas narrativas resaltan virtudes y esconden costos: la estadounidense tiende a sobredimensionar amenazas, la china a minimizar tensiones estructurales. El dragón, visto desde afuera o desde adentro, nunca se muestra completo.

En ese cruce es donde surgen malentendidos peligrosos. Uno de los ejemplos más citados es la frase “el Este asciende y el Oeste declina”, repetida por Xi Jinping en foros internacionales.

En Washington se interpretó como un manifiesto expansionista, casi un programa de reemplazo de Occidente. Sin embargo, en los textos chinos aparece como descripción de una tendencia histórica, acompañada de la aclaración de que Pekín “no busca sustituir a Estados Unidos”.

Pero ese matiz rara vez cruza el océano. porque se ha diluido en los titulares sensacionalistas de la prensa internacional.

Para Estados Unidos, insistir en esta narrativa tiene costos claros. El primero, asumir como inevitable una expansión que quizá esté más acotada a su estabilidad interna que a un proyecto de dominación global.

El segundo, desgastar recursos en un desacoplamiento económico que erosiona mercados y alianzas sin garantizar resultados.

Y el tercero, convertir a Taiwán en epicentro de una confrontación que, en lugar de disuadir, refuerza los reflejos defensivos de Pekín.

Para China, en cambio, proclamarse como potencia “defensiva” invisibiliza el temor que despiertan sus prácticas comerciales opacas, su autoritarismo político y la concentración de poder en un liderazgo cada vez más personalista.

El dragón de dos caras obliga a mirar hacia atrás. Durante la Guerra Fría, la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética se sostenía en una claridad doctrinal: capitalismo versus comunismo.

Hoy, la disputa es más difusa, porque no se trata de ideologías universales, sino de narrativas cruzadas sobre intenciones, amenazas y legitimidad.

Esa ambigüedad multiplica los riesgos de cálculo. Un malentendido en el estrecho de Taiwán, una lectura distorsionada de un discurso o un incidente en el mar de la China Meridional podrían escalar de manera no planeada, como ya ocurrió en otras coyunturas de la historia.

El dilema no es solo geopolítico; es también cultural. Occidente está acostumbrado a leer el poder en términos de liderazgo visible y confrontación abierta.

China, en cambio, se enmarca en una tradición que privilegia la paciencia, la ambigüedad y la acumulación gradual de influencia.

Para unos, el dragón debe ser contenido antes de que ataque; mientras que para otros, debe ser dejado en paz mientras sigue su camino.

El riesgo es que ambas lecturas, aun si exageradas, terminen autovalidándose: la obsesión con la amenaza genera políticas de contención y como resultados, esas mismas políticas podrían acabar reforzando la narrativa china de asedio.

La alternativa no pasa por elegir una de las dos caras. Tratar a China como un competidor fuerte, pero no como un enemigo inevitable, abre espacios de cooperación en áreas donde ninguna potencia puede actuar sola: el cambio climático, las pandemias o la estabilidad financiera.

Reconocer sus contradicciones internas —una economía que necesita apertura y un sistema político que la teme— no significa ingenuidad, sino pragmatismo.

Aquí es donde vale detenerse. ¿Qué relato estamos creyendo nosotros? ¿El que convierte al dragón en monstruo o el que lo presenta como un guardián benévolo? ¿Tenemos la capacidad de mirar sus dos caras al mismo tiempo, aceptando la complejidad del mundo, o preferimos quedarnos con la versión que más se ajusta a nuestras certezas?

Porque al final, lo decisivo no está solo en el poder material de China o de Estados Unidos, sino en la manera en que el resto del mundo interpreta sus movimientos.

La historia muestra que las guerras no siempre comienzan por planes premeditados, sino por percepciones distorsionadas.

El dragón seguirá volando y la clave estratégica estará en mirar ambas caras sin dejar que ninguna nos trague.

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