Cali, junio 2 de 2025. Actualizado: lunes, junio 2, 2025 20:07
El juramento roto del aguardiente
Las reuniones familiares eran una tradición sagrada. Tíos, primos y hasta los colados ocasionales nos congregábamos para celebrar en grande, con música, anécdotas y, por supuesto, con garrafas de aguardiente suficientes como para lavar caballos.
Nuestro destino favorito era un campamento rural en el lago Calima, donde nuestro primo Miguel Torres trabajaba en la construcción de la represa.
Más que un ingeniero, Miguel era un personaje: aventurero de corazón, cuentero de oficio, catador insuperable de aguardiente, salsero consumado y, sobre todo, buen familiar.
Había trabajado en las obras del Bajo Anchicayá y, en una de sus historias más célebres, se había caído de un helicóptero y perdido en la selva del Chocó Biogeográfico, un detalle que nunca quedaba claro si era exageración o verdad absoluta.
Pero, ¿A quién le importaba? Su manera de contarlo lo convertía en leyenda.
Aquella noche, la reunión era una obra maestra: fogata, canciones y una camaradería que solo los buenos tragos y las historias compartidas pueden forjar.
La alegría flotaba en el aire, indomable, hasta que, como un relámpago, llegó la tragedia: ¡El licor se había acabado!
Un jueves de invierno, con todos prendidos y sin una sola gota de aguardiente, el panorama era sombrío. La desesperación se hizo palpable.
Pero Miguel, con su instinto infalible y una determinación digna de un explorador, lanzó la propuesta que nos devolvió la esperanza: una expedición etílica rumbo a Calima-El Darién.
Partimos con el ánimo en alto, convencidos de que nuestra odisea acabaría en victoria. Pero al llegar al pueblo, la realidad nos golpeó sin piedad: Calima estaba muerto de frío y soledad.
Calles desiertas, luces apagadas, ni un alma en movimiento. Buscamos una tienda, un estanco, una señal de vida… pero nada. Todo apuntaba a un fracaso rotundo.
Entonces Miguel, con la determinación de un héroe de leyenda, lanzó su plan B:
—No claudiquemos. En Restrepo conozco un estanco rebosante de aguardiente y espirituosos vinos. ¡A por ellos!
Nos aferramos a su fe y partimos con la esperanza renovada.
Pero si Calima dormía, Restrepo estaba en coma profundo. Peinamos el pueblo palmo a palmo, desesperados por una botella, una mísera gota de licor… y nada.
Cuando la resignación empezaba a instalarse, apareció de las sombras un personaje inesperado. Un hombre de saco raído, caminar renco y sombrero deshilachado: el bobo del pueblo.
Miguel, sin titubear, le preguntó:
—¡Bobo, bobo! ¿Sabes dónde venden aguardiente por aquí?
El hombre se acercó con una seguridad que nos devolvió la fe:
—Sji, sji…
—¿Dónde?
—Ahlá, hhlá —contestó, señalando la montaña.
Nos miramos. ¿Un estanco en lo alto de la cordillera? Pura locura. Pero las ganas de beber pesaban más que la lógica.
—¿Nos llevas? Hay propina.
—Sji, sji…
Lo acomodamos en el carro, apretujados como sardinas, y emprendimos el ascenso por un camino destapado y sinuoso. Dele que dele, maneje que maneje, y el bobo, imperturbable, seguía señalando hacia arriba.
Finalmente, pasadas la una de la madrugada, llegamos a una casucha solitaria, pequeña y sombría.
—Ahlí, ahlí —afirmó el bobo.
Nos miramos con incredulidad. ¿Esa era la prometida cueva del aguardiente?
El bobo bajó del carro con total naturalidad, soltó un escueto:
—Grachia, grahcia.
Entró a la casa y cerró la puerta tras de sí.
Nos miramos, incrédulos, sin palabras. Habíamos seguido la pista de un fantasma, y ahora solo quedaba el eco de nuestra propia ingenuidad: lo habíamos traído hasta su casa y se había acostado a dormir.
No había licor, ni victoria, ni gloria. Solo nosotros, a la deriva, en una vereda perdida de la cordillera, sin ánimo, sin dignidad y, lo peor, sobrios, o mejor, pasmados.
De regreso, en absoluto silencio, Miguel rompió el mutismo:
—Prométanme que jamás contaremos a nadie lo que nos pasó. Se burlarían de nosotros toda la vida.
Nos miramos, cruzamos los brazos como en el juramento curiáceo y sellamos el pacto…
Hoy, incumplo el juramento, me someto al escarnio público y recuerdo con admiración a aquel hombre de saco raído, caminar renco y sombrero deshilachado que, sin pretensión alguna, nos desnudó nuestras propias limitaciones y nos dejó una enseñanza más cruda que una resaca.