Cali, agosto 1 de 2025. Actualizado: jueves, julio 31, 2025 22:31

Emilio Merino González

Pacho Murgueitio, la huella inmortal de su grandeza

Emilio Merino González

Apresuradamente el servicio público en sus distintas vocaciones misionales ha extraviado drásticamente y de manera consistente su rumbo, perdiendo la brújula de la ética y el rigor en el compromiso, confrontándonos con una ineludible realidad que impacta los cimientos de la confianza ciudadana, siendo responsabilidad compartida y sistémica de los partidos políticos, sin importar etiquetas ideológicas, configurando un patrón histórico y persistiendo actualmente, es decir, su “paternidad“ abarca todo el espectro temporal .

Pacho Murgueitio, la huella inmortal de su grandeza, nos invita a reflexionar sobre la verdadera esencia del liderazgo, su vida y los principios que defendió, son un testimonio de que la ética y la grandeza aún tienen un lugar vital en la vida pública.

Ante el dolor de su ausencia, su legado evoca cómo la verdadera política se construye con integridad y servicio, con la convicción de que su ejemplo seguirá alumbrando el camino y que la grandeza se forja con virtud.

Al hablar de Pacho Murgueitio la tentación natural es recorrer el sendero de las trascendentes dignidades públicas que ostentó y los logros visibles de su gestión, pero más allá de la fría enumeración de las responsabilidades asumidas, lo sustancial es sumergirnos en la riqueza de su ser, en su dimensión más íntima que lo definieron como un gran ser humano forjando el limpio ideario que hoy recordamos, legándonos un modelo de vida que perdura mucho más allá de las efímeras fronteras del poder, y así comprender la verdadera inmortalidad de su grandeza.

Pacho era un líder de a pie, lo conocí en el terreno, hoy, el “ liderazgo“ es demasiado distante, refugiado en la comodidad; su humanismo no era un discurso, era una forma de vida, su cercanía no fue una estrategia política, fue su esencia, la extensión natural de un corazón inmenso que latía al ritmo de las comunidades vulnerables, sentía en su propia piel el frío de la madrugada y el calor de las ollas comunitarias, fue un testimonio viviente de que la política puede ser un acto de amor puro.

Pacho fue el humanista por excelencia, el que le devolvió la dignidad a quienes se sentían olvidados, evidenciando que el humanismo activo es la verdadera fuerza transformadora; el denso Distrito de Aguablanca era el pulmón de su lucha, el corazón de su compromiso; Pacho no veía en Aguablanca pobreza, sino la profunda dignidad de sus gentes, que a menudo el sistema les ha negado, como a muchas otras comunidades; quizás allí dejó la mayor obra de humanismo; el amor de la comunidad de Aguablanca por Pacho no era simplemente de admiración, era una devoción profunda y casi que visceral.

Su fuerza era inagotable, recorriendo la geografía del Valle del Cauca además, con la intensidad legendaria que lo impulsaba día y noche, su energía desafiaba cualquier límite, advirtiendo que la política era una extensión vital de su fértil existencia.

Imposible ocultar su sello distintivo, la autenticidad en su forma de vestir, simbolizando su coherente sencillez e inquebrantable compromiso con el pueblo, y su aversión a la pompa, vistiendo cotidianamente los impecables jeans y camisa blanca de manga larga, consecuente con sus jornadas inagotables.

Prolongando su espontánea e irreverente genuina personalidad, como connotado y sustancial orador que entusiasmaba, su gorra era la protagonista no pocas veces de un ritual jocoso e inolvidable.

En la efervescencia de sus discursos públicos, con su informal personalidad y descodificada, no sólo levantaba la voz, sino que con un gesto lleno de picardía y energía, lanzaba su gorra al público, como si fuera un “autógrafo volador“; era la expresión suficiente de su autenticidad recordándonos que la política con él también podía ser una celebración genuinamente humana y cercana, honrando la vida y la esperanza.

Recordando que la verdadera amistad muchas veces se forja en la adversidad, y enfrentando con mi adorada esposa y familia un desafío abrumador, un abismo de incertidumbre, y asumiendo uno de los momentos más desafiantes de mi existencia, ante una cirugía catalogada como de bajo riesgo, que derivó en una complicación dramática, encontrando en Pacho, entre otros, su genuina cercanía en mi momento de mayor debilidad, siendo un elocuente testimonio de la nobleza de su espíritu y el porqué su legado es tan preciado y verdaderamente inmortal.

Él sabía que la existencia es un viaje incierto, a merced de los designios que sólo la voluntad de Dios puede trazar.

Fueron diez días en cuidados intensivos en una clínica de Cali, acompañado por la inmortalidad de un humanismo que colectivamente me abrigó cuando la existencia más lo necesita .

Si Pacho nos enseñó sobre la vulnerabilidad en mi propia existencia, el destino le tenía reservada su propia y más dura prueba, la enfermedad irrumpió en su vida.

Su manera de enfrentar la adversidad no con lamentos , sino con una dignidad y fe inquebrantable, fue la última y más poderosa lección de la inmortalidad de su grandeza estoica.

Fui testigo de un dramático y doloroso acto de amor y fortaleza que hoy cobra un significado aún más profundo: el funeral de su señora madre, Doña Blanquita Restrepo de Murgueitio.

Aquel día, a pesar de Pacho encontrarse inmerso en su difícil tratamiento de salud, con la vitalidad mermada por la enfermedad, su espíritu se mantuvo firme.

Se irguió con el vigor que lo caracterizaba y con una fe palpable, determinación que trascendía cualquier dolencia física, al verme y con esa “explosión” auténtica de su personalidad me saludó: “Cartago, presente”.

Era un guiño a la tierra de sus ancestros maternos . En la solemnidad de la Iglesia lo observé comulgar, un acto de profunda devoción que hablaba de la fortaleza de su espíritu.

A su lado sus hijos, Laura y Pipe, conmovían por la atenta solicitud a su salud , un reflejo de amor y la preocupación filial, sentimiento que se prolongaba a su Señora Luz Helena.

Ver a Pacho acompañar a su madre hasta su última morada fue una lección magistral de amor y sacrificio. Aquel acto de entrega, de anteponer el intenso amor de hijo a su propia fragilidad, marcó un triste y trascendente episodio.

A los cuatro meses del fallecimiento de doña Blanquita, Pacho nos dejó, uniéndose a ella en la eternidad.

La llegada al apartamento de Pacho conjuntamente con mi esposa, acercándonos a sus últimos días, adquiere hoy un significado emotivo y premonitorio; un encuentro que sin saberlo, sería nuestro último adiós y que hoy entiendo como una despedida; no fue una simple visita, era un reencuentro con una fuente de sabiduría y de fortaleza, su fe y su optimismo trascendían cualquier indicio de debilidad; en la intimidad de su hogar nuestra conversación impulsada por su prodigiosa inteligencia y fina memoria, nos llevara a las grandes discusiones .

Con Pacho, el diálogo trascendía lo trivial; su mente, tan clara y aguda como era su constante, nos guiaba por los intrincados caminos de los niveles superiores del país, enfatizaba repetidamente en la necesidad de recuperar la decencia institucional de Colombia, propósito inequívoco que nos asiste; con él era inevitable recordar la lucidez y la visión de líderes como el doctor Rodrigo Lloreda, un auténtico estadista y cuya huella intelectual en la vida pública del país era innegable.

Hablar del Doctor Lloreda con Pacho era adentrarse en la historia viva de Colombia; para nosotros el doctor Rodrigo Lloreda no era sólo un jefe, era un mentor, un amigo cuya estatura humana y política nos inspiraba a la acción y al servicio público, un referente a seguir en la ejemplar tarea de construir democracia y de servir a Colombia.

El día antes de su partida me dirigí a la clínica, una mezcla de esperanza tenue y un doloroso presentimiento me guiaron hasta allí.

Por un profundo respeto y consideración a su delicado estado de salud y encontrándose completamente sedado, decidí no cruzar el umbral de su habitación.

En cambio, me uní a la espera silenciosa de su esposa Luz Elena, sus hijos Laura y Pipe, y a Santiago Castro, un amigo tan cercano que era parte indiscutible de su familia.

La atmósfera estaba impregnada de una tristeza contenida, de la angustia que se sentía en cada respiro. Su familia, con una entereza que solo el amor más profundo puede forjar, aguardaba con una resignación serena, pero evidente, el desenlace que se acercaba.

En los días finales, su familia con un inmenso amor, se encargó de que la habitación se llenara con esas notas que tanto amaba.

Era una manera de envolverlo en familiaridad y paz, una caricia auditiva que lo conectaba con la vida, con sus recuerdos y con el amor de los suyos.

Así, la música de los Beatles, de Cepeda y Fonseca no sólo fueron la banda sonora de su vibrante existencia, sino el último arrullo para un alma grande que encontró en ella consuelo y, quizás, el camino hacia la eternidad.

Sus honras fúnebres, con las incontenibles y silenciosas lágrimas de nosotros los asistentes , sollozos ahogados, unidos a un emotivo homenaje, donde Pacho desde su lugar de privilegio sentiría el eco de ese inmenso amor y de profunda tristeza que nos deja una huella de su inmortal grandeza.

Su hijo Juan Felipe quien honra y prolongará el legado de la decencia en la política que dignificó su señor padre, hizo una inusual petición a todos los presentes en la iglesia.

Nos instó a unirnos en una “fuerte bulla” que, con la fuerza del amor y la tristeza, se elevó hasta el cielo, buscando el oído de Pacho en la eternidad.

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lunes 7 de julio, 2025
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