Cali, julio 27 de 2025. Actualizado: viernes, julio 25, 2025 23:40
¿Quién decide qué es verdad?
La esfera pública siempre tuvo árbitros. En otros tiempos lo fueron la imprenta, el púlpito, el periódico o los expertos de la televisión.
Hoy, en cambio, la verdad se disputa en un terreno mucho más inestable: entre el ruido de los comentarios digitales y la promesa de una máquina que, supuestamente, es capaz de pensar por encima de todos.
Un estudio reciente de Jigsaw, la incubadora tecnológica de Google retrata una transformación silenciosa pero profunda que está ocurriendo en este momento.
Para buena parte de la Generación Z, informarse ya no significa leer noticias, sino hacer un vibe check.
Es decir, leer el titular, saltarse el cuerpo de texto, escanear los comentarios y, a partir de ahí, decidir si lo que dice el medio es confiable o no.
La autoridad ya no se presume desde la fuente, sino desde la reacción emocional colectiva.
Este cambio no es una frivolidad; es una respuesta verosímil frente a un entorno donde las crisis económicas, sociales y políticas están a la orden del día.
Si nadie cree en una verdad oficial, la multitud se convierte en un termómetro. Pero un termómetro no resuelve el conflicto, solo lo registra.
Y en esa búsqueda por restaurar algún tipo de mediación legítima, la tecnología ha comenzado a diseñar su propio árbitro.
Fue así como investigadores de DeepMind desarrollaron una IA inspirada en el ideal deliberativo de la filosofía: la “Máquina de Habermas”, elaborada no para opinar, sino para organizar.
Funciona recolectando posiciones contrapuestas, identificando patrones argumentativos y proponiendo borradores de consenso.
En pruebas piloto, ha logrado reducir la polarización con mayor eficacia que cualquier mediador humano.
Pero, entonces, surge la pregunta incómoda: ¿preferimos la autenticidad desordenada de la multitud o el consenso frío y sintetizado por una lógica no humana?, ¿queremos una esfera pública donde todas las voces se expresen sin filtros, o una donde el desacuerdo sea procesado por un juez sin rostro humano?
Ambos caminos plantean riesgos. El primero puede llevar a la fragmentación permanente, mientras que el segundo, a una forma de deliberación higienizada, donde las verdades incómodas se pierden por no encajar en la arquitectura del acuerdo.
La cuestión no es elegir entre la plaza o el algoritmo, sino reconocer que ninguna puede reemplazar, por sí sola, lo que se ha ido erosionando desde hace décadas.
Lo que perdimos no fue la capacidad de debatir. Lo que se resquebrajó fue la arquitectura que organizaba ese debate, que le daba legitimidad y límites.
Ahora, sin árbitros confiables, el juego sigue, pero ya nadie cree del todo en el marcador. Y ese, para cualquier democracia, es un problema más estructural que técnico.