Cali, julio 21 de 2025. Actualizado: lunes, julio 21, 2025 22:06
Presentación multitudinaria en la Biblioteca Departamental de Cali
El papagayo habló: Gardeazábal, entre la memoria y el mito
Por Mauricio Ríos Giraldo
Fue el sábado 19 de julio, en Cali. El aire tenía algo de ceremonia y algo de rito, y no era para menos: en el auditorio principal de la Biblioteca Departamental Jorge Garcés Borrero no cabía un alma más.
Sentados, parados, en las escaleras. Todos a la espera del maestro Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien llegaba con una novela nueva bajo el brazo: El papagayo tocaba violín.
A las 4:22 de la tarde, vestido con la sobriedad colorida de quien sabe que todo comunica, Gardeazábal subió al escenario y se enfrentó al público como quien se despide sin retirarse.
Lo hizo a su manera: con un monólogo sin libreto, hilado de memorias, sarcasmos, ironías y ocurrencias.
Durante más de media hora, el escritor que ha retratado a Colombia con bisturí y carcajada, entregó algo más que un libro. Entregó un testamento emocional.
El canto del cisne
“Cumpliré 80 años el 31 de octubre”, anunció al comenzar. Lo dijo sin dramatismo, casi como un dato de portada.
Pero enseguida explicó lo que eso significaba: una vida vivida con intensidad, sin rencores, buscando belleza incluso en las ruinas.
Y desde ahí, justificó esta novela: no como una autobiografía —“porque las ganas son una cosa y la realidad otra”— sino como un mapa fragmentado de su linaje, de sus ancestros, de las historias que lo precedieron y lo explican.
El papagayo tocaba violín nació de un intento fallido de escribir sus memorias. Pero lo que surgió fue otra cosa: un caleidoscopio narrativo en forma de “cajitas”, donde cada personaje —real o reinventado— brilla con luz propia.
“La novela se puede leer por cualquier parte”, advirtió. “Cada cajita es la historia de un personaje que hace parte del conjunto”.
Un árbol genealógico en ruinas y risas
En esa estructura de cajas narrativas, no hay un árbol genealógico como el de Cien años de soledad. “No se necesita libreta”, dijo, en alusión a lo que le comentó su amigo Óscar López Pulecio.
Porque esta no es una saga. Es más bien un archivo íntimo convertido en carnaval literario. Un mosaico de voces, locuras y costumbres. Un catálogo genealógico donde lo grotesco y lo entrañable conviven sin disculpas.
Cada “cajita” revive un personaje: desde la bisabuela fea que fundó un convento y compró con su dinero al ingeniero bello del ferrocarril, y las tías que alimentaban ratas y bañaban gatos con moño, hasta un negro mudo heredero de un esclavo y parte del elenco del Hotel Tuluá, convertido en circo felliniano. Todo está ahí. Cada historia, una pieza de museo.
El humor como resistencia
Entre las anécdotas se desliza su arte mayor: el humor. Pero no un humor bobo, sino ese “vergajo con humor”, como él mismo lo llama.
Porque se puede contar la tragedia con sonrisa, y se puede retratar la brutalidad del país con el filo de la ironía. Lo demostró al evocar al arriero paisa picado por una culebra rabo de ají “en la pinga”, y que murió porque sus compañeros, paralizados por la moral católica, no fueron capaces de salvarlo.
“Esa es una radiografía del país”, sentenció, entre carcajadas y asombro.
Una librería en el páramo y un papagayo violín
Pero entre la risa, se colaban las raíces. La novela es un intento —exitoso— de entender de dónde viene, sin solemnidades.
Desde aquel abuelo que montó una librería en Tuluá en 1911, cuando solo mil sabían leer, hasta los judíos traídos desde Dresde y Varsovia a los que les abrió puertas, con ayuda de la legendaria Luisa White.
En esa búsqueda, Gardeazábal no solo reconstruye su pasado. Construye también el retrato de un país profundo, de una sociedad atravesada por el racismo, la ignorancia, los secretos de alcoba y la doble moral.
Pero lo hace con la desfachatez del narrador que no pide permiso. Lo suyo no es la reverencia: es la revelación.
Y aunque El papagayo tocaba violín pudo haber sido una autobiografía, lo cierto es que termina siendo algo más poderoso: un homenaje a la oralidad, a las historias que no caben en los archivos ni en los sermones.
Es una biografía sin yo, o más bien un yo disperso en muchos otros. “Muy probablemente mi familia se va a sentir afectada”, dijo. “Pero por lo menos, se van a tener que sentir orgullosos”.
Entre la gente
Al terminar el monólogo, la fila para la firma de libros comenzó apenas terminó de hablar y no paró dar autógrafos durante más de dos horas.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, le entregaban sus ejemplares con la devoción de quien sabe que está frente a una leyenda viva.
Él firmaba sin prisa, con mirada cómplice, lanzando frases al oído que desarmaban la solemnidad del acto.
Allí estaban lectores de toda la vida, estudiantes de literatura, amigos de la infancia, políticos retirados, y también algunos que habían llegado por curiosidad y salieron convertidos en fanáticos.
No es una despedida
A pesar de que en el epílogo declara que es su “canto del cisne”, pocos le creyeron. “Volver a escribir ya exige demasiada responsabilidad”, confesó, y añadió, entre risas: “Tendría que volverme un perfeccionista de mí mismo, y hasta allá no ha llegado mi vanidad”.
Lo cierto es que El papagayo tocaba violín no suena a cierre, sino a cumbre. Es la novela de alguien que ya no compite, que ya no busca aprobación.
Es la obra de quien se sabe libre. Y ese es quizás el mayor legado de Gardeazábal: la libertad de escribir sin miedo, sin esquemas, sin pedir permiso. La libertad de reírse de todo, incluso de sí mismo.
Una memoria hecha novela
En su monólogo, el maestro no leyó una línea del libro. Pero lo narró con sus palabras. Lo hizo con anécdotas tan vivas que el público sentía estar leyéndolo mientras lo escuchaba.
Cada historia —por absurda, desbordada o real— tenía la dosis exacta de humanidad.
Gardeazábal no presentó una novela, presentó un país, un linaje, una forma de ver la vida. Lo hizo desde la ternura del recuerdo y desde la mordacidad del cronista que no perdona. Lo hizo con oficio, con sabiduría, con humor.
Y lo hizo con gratitud. “Gracias por leerme, por oírme, pero sobre todo, gracias por quererme”, dijo al final, antes de marcharse entre aplausos, rodeado de abrazos, de libros abiertos, y de un rumor de nostalgia que aún flotaba en el aire del auditorio.
El papagayo tocaba violín, sí. Pero ese sábado, quien tocó el alma de todos fue el propio Gardeazábal, porque hay voces que no se jubilan. Y la suya, sin duda, es una de esas.