Cali, noviembre 21 de 2024. Actualizado: miércoles, noviembre 20, 2024 23:59

Ana Janeth Ibarra Quiñonez

Ambición deseo o avaricia

Ana Janeth Ibarra

Adportas del lanzamiento de mi novela “Lágrimas de ambición”, he venido reflexionando acerca de este tema. La ambición, ese anhelo profundo que impulsa a superar límites, es una fuerza ambivalente.

En Colombia, un país donde los sueños tropiezan con carencias cotidianas, la ambición se convierte en un espejo de nuestras contradicciones: puede ser el motor del cambio o el germen de la destrucción.

Para entender su complejidad, es clave analizar su relación con tres conceptos esenciales: el deseo, la codicia y la avaricia. El deseo, inherente a la condición humana, nos mueve a buscar aquello que consideramos vital para nuestra realización.

En su forma más noble, alimenta una ambición creativa y transformadora: el campesino que siembra esperanza en tierras áridas, la joven que vence la precariedad para educarse, el artista que da voz a los silenciados de un país fracturado. Esta ambición no solo beneficia al individuo, sino que construye un bienestar colectivo.

Sin embargo, cuando el deseo pierde su anclaje ético, se transforma en codicia. La codicia es un deseo desbordado que busca poseer a cualquier costo un interés propio.

En el contexto colombiano, se traduce en algunos políticos que manipulan recursos públicos, empresarios que devastan el medio ambiente y ciudadanos que justifican acciones cuestionables para obtener lo que desean. Aquí, la ambición pierde su rostro humano y se convierte en una fuerza que divide, destruye y perpetúa desigualdades.

Aún más sombría es la avaricia, el deseo de acumular sin límites, que no busca alcanzar metas ni transformar, sino concentrar poder y recursos. En Colombia, esto se refleja en el acaparamiento de tierras, la desigual distribución de la riqueza y la perpetuación de sistemas que premian la usurpación sobre la creación.

La avaricia no construye; solo exacerba las brechas sociales y económicas, apagando el progreso colectivo y perpetuando ciclos de exclusión.

Sin embargo, en medio de estas sombras, emergen luces de esperanza. Colombia es también tierra de una ambición ética y valiente: líderes sociales que arriesgan todo por sus comunidades, jóvenes que crean alternativas en barrios olvidados, mujeres que rompen techos de cristal en busca de equidad.

Estas historias nos recuerdan que la ambición, guiada por principios, puede ser una fuerza poderosa para el bien común.

La ambición no es intrínsecamente buena ni mala; su impacto depende de los valores que la guíen. En este siglo XXI, marcado por desafíos globales como la crisis climática, las tensiones sociales y las desigualdades estructurales, Colombia necesita una ambición que una y transforme.

Es hora de replantear nuestras prioridades, de celebrar los éxitos que mejoran vidas, no solo los que acumulan bienes, y de construir un modelo donde el bienestar colectivo sea la meta.

El desafío está en recuperar el deseo como motor de una ambición ética y constructiva. Cada acción que emprendemos define el país que estamos creando.

¿Será nuestra ambición un faro que ilumine el camino hacia el cambio o una sombra que perpetúe nuestras peores dinámicas? La respuesta está en nuestras manos: no como espectadores, sino como protagonistas del país que soñamos y merecemos.

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