Cali, marzo 8 de 2025. Actualizado: sábado, marzo 8, 2025 00:03
El paraíso desgastado
Joaquín Emilio, mi padre, próximo a cumplir sus 103 años, aún relata con entusiasmo su primera venida a Cali desde Cartago, de la mano de mi abuelo, por allá en 1932. Tenía apenas 10 años y de esa época no queda casi nada. El temor a la gripa española persistía, la guerra con el Perú no había comenzado, y el mundo, tal como lo conocemos hoy, se estaba empezando a inventar.
No existían trenes ni carreteras pavimentadas; el transporte era a vapor por el río Cauca –para esa época ya en declive- y en los frágiles aviones de la Sociedad Colombo Alemana de Transportes Aéreos (SCADTA). Eran los únicos medios para mover correo, pasajeros y carga pesada y ligera. El mundo aún se movía por el viejo Camino Real a lomo de bestia o, como decían con humor, en el “carro de Hernando”: unas veces a pie y otras veces caminando.
Tres años antes “la invasión nipona” había llegado al Valle, seducida por las descripciones de Jorge Isaacs, quien les anticipó que nuestro departamento era el paraíso soñado.
Y, en efecto, acá el mundo se vestía de infinitos verdes. Desde las montañas, casi vírgenes, se divisaba un paisaje llano de 300.000 hectáreas de bosques, humedales y pastizales. Un rosario de caseríos rodeados de pequeños fundos con cultivos de pan coger y modestos hatos ganaderos que prácticamente se adentraban en sus calles. Y, serpenteando con majestuosidad, el río Cauca completaba aquel lienzo de vida y naturaleza.
De las 60.000 hectáreas de bosque seco tropical, apenas nos quedan 2.000, un mísero 5%. Estos remanentes se encuentran ahora en estado agónico, con una drástica reducción de su cobertura vegetal natural. Gran parte de los páramos vallecaucanos han sucumbido ante el avance de la ganadería, la agricultura y la minería, dejando un paisaje herido y frágil.
El valle geográfico era un paraíso lacustre, un mundo acuático. Contábamos con 50.000 hectáreas de humedales madreviejas y lagunas, no los escasos 2.700 que hoy sobreviven. La devastación causada a los humedales fue inmensa, producto de la creencia de algunos patricios de que “el río Cauca estaba mal hecho por la naturaleza”. Con ese pensamiento, emprendieron su “corrección” mediante jarillones y canales, dejándose llevar por la ambición. Así adoptaron el modelo del Valle del Tennessee, promovido por el reconocido estadounidense David Lilienthal.
Este valle vibraba con la biodiversidad; especies como el oso de anteojos, el jaguar y el puma habitaban sus bosques, mientras los humedales regulaban un ciclo hídrico abundante. Sin embargo, el paraíso comenzó a desgastarse.
La colonización antioqueña dejó su huella, y los cultivos de caña de azúcar, aunque incipientes en los años 30, iniciaron un proceso de transformación profunda.
Ahora, enfrentamos conflictos ambientales no resueltos: La minería ilegal en Buenaventura y el río Guabas, el monocultivo de caña, la expansión urbana descontrolada que devora la ruralidad, las plantaciones industriales de pinos y eucaliptos, el transporte de aguas residuales por el canal CVC Sur —que dificulta y encarece la potabilización del agua en Cali—, los lixiviados del basuro de Navarro que envenenan el acuífero subterráneo, y la contaminación generalizada de los recursos hídricos, exigen acciones urgentes para proteger el medio ambiente y asegurar un futuro sostenible.
El agua, recurso vital para la vida y la competitividad económica, está en riesgo. La caña de azúcar consume el 69.5% del agua superficial y el 94% del agua subterránea concesionada, un costo insostenible para la región. Las cuencas hidrográficas están severamente impactadas, y aunque contamos con 219 áreas protegidas, el patrimonio ambiental está minado.
El puerto de Buenaventura ilustra esta paradoja: rodeado de agua por tierra mar y aire, no tiene continuidad de agua potable urbana, pese a que la empresa pública Vallecaucana de Aguas ya concluyo el Plan Maestro de Acueducto y Alcantarillado. No se puede hablar de competitividad regional o nacional sin contabilizar los dos billones y medio que puede costar su ejecución. La selva del Pacífico, que provee lluvias a la región, requiere conservación urgente para evitar una crisis mayor. Sin acción, el desarrollo sostenible será una quimera.
El Valle del Cauca es un espejo de la tensión entre progreso y conservación. Aunque existen herramientas como el Plan General Ambiental Regional (PGAR) y los planes de ordenamiento y manejo de cuencas hidrográficas (POMCAs), su implementación efectiva es limitada. Urge democratizar el conocimiento ambiental mediante tecnologías accesibles y educación, fortaleciendo la participación ciudadana en decisiones que determinen el futuro del territorio.
Pasamos de ser un paraíso natural casi intacto a un territorio en tensión entre el desarrollo económico y la conservación ambiental. Nuestra historia es un recordatorio de la fragilidad de los ecosistemas y la necesidad de protegerlos para las generaciones futuras.
En un mundo donde la economía global se redefine con el ascenso de China y de los países BRICS, nuestra cercanía al océano Pacífico representa una oportunidad estratégica. Sin embargo, la competitividad económica no puede construirse sobre un territorio agotado.
La restauración de nuestros bosques, la gestión sostenible del agua y la protección de nuestros ecosistemas no son solo imperativos ambientales, sino también económicos.
Un Valle del Cauca sostenible es un nodo clave para el comercio internacional y la competitividad, siempre y cuando prioricemos la conservación de nuestro capital natural.
La ciencia, la tecnología y la voluntad política deben aliarse para construir un futuro donde el progreso no sea sinónimo de destrucción, sino de armonía entre el ser humano y la naturaleza. El paraíso no está perdido, pero exige ser recuperado.
Don Joaquín Emilio, mi padre, quien me traía a Cali de pequeño, tal como a él lo traía el suyo, nos recuerda: “El agua no solo es vida; es junto con el sol, la fuerza que mueve sociedades y economías. Cuidémosla hoy, para no lamentarnos mañana”.