Cali, diciembre 4 de 2025. Actualizado: jueves, diciembre 4, 2025 16:33

Juan Pablo Ortega Sterling

La primera prueba de un presidente

Juan Pablo Ortega Sterling

Colombia ha perfeccionado, con la paciencia de un artesano y la picardía de un prestidigitador, un oficio que no aparece en los manuales de ciencia política pero sí en el subconsciente nacional: la campaña presidencial anticipada.

La ley, esa criatura ingenua que todavía cree en calendarios y ventanas formales, insiste en que la contienda empieza tres meses antes de las elecciones.

La ambición, en cambio, no reconoce horarios; madruga siempre, a veces incluso antes del amanecer republicano.

García Márquez lo explicó con una lucidez que duele:somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo”.

No hay frase que describa con mayor precisión la temperatura moral de nuestra política: un país obsesionado con la letra de la norma, aunque profundamente creativo a la hora de vaciarla de sentido.

Hoy asistimos a un teatro anticipado. Faltan meses para las urnas, pero abundan las giras nacionales, las tarimas en pueblos remotos, los manifiestos prematuros, las sesiones de “escucha activa”, los recorridos “cívicos” y los diálogos “con las regiones”.

Y, sin embargo, nadie —nadie— está en campaña. La negación es tan disciplinada que casi merece una condecoración.

Todo se ejecuta en el borde exacto de la infracción, como quien toca un vidrio delicado sin quebrarlo, consciente de que la transparencia permite ver con claridad lo que la hipocresía verbal pretende ocultar: publicidad, equipos profesionales, estrategias financiadas, maquinaria logística que no se sostiene con incienso ni buenas intenciones.

La recolección de firmas, convertida en fetiche cívico, es la coartada preferida del aspirante contemporáneo.

En un país con más de treinta partidos políticos, la mayoría de precandidatos renuncia a los avales disponibles y prefiere presentarse como “independiente”.

El gesto tiene algo de poesía involuntaria: una democracia llena de partidos, pero huérfana de confianza en ellos. La firma funciona como llave maestra.

Abre la puerta a giras nacionales, eventos masivos, recursos abundantes (una recolección de firmas exitosa está por los 1.500 millones de pesos, y hay 91 personajes recogiendo, hagan cuentas), y presencia mediática sin el costo simbólico de admitir que se está en campaña.

Es la forma más elegante que hemos construido para incumplir respetando el ritual.

Sin embargo, el problema central no es la creatividad de las estrategias, sino la sombra moral que proyectan.

Las sociedades no se explican solo por lo que votan, sino por lo que toleran antes de votar.

Si normalizamos que quien aspira a representar a la Nación inicie su camino por medio de simulaciones, atajos y eufemismos, la discusión deja de ser jurídica y se vuelve ética en su sentido más profundo.

La pregunta ya no es cómo ganar la Presidencia, sino qué significa merecerla.

Philip Pettit sostiene que las democracias sobreviven no porque sus gobernantes sean virtuosos por naturaleza, sino porque respetan los límites institucionales que las resguardan.

Esos límites no son únicamente legales; también son compromisos con la idea, frágil pero indispensable, de que el poder debe operar bajo reglas y no bajo excusas.

Cuando un candidato inaugura su proyecto político adelantándose, negando lo evidente o maquillando actividades y financiaciones, lo que se erosiona no es la forma, sino la confianza en que la ley todavía tiene autoridad moral.

Y aquí no existen excepciones ideológicas. La anticipación electoral es transversal. La derecha habla de “defender valores”, la izquierda de “activar al pueblo”, el centro de “conversar el país” y las fuerzas emergentes de “renovar la política”.

Cada quien encuentra un lenguaje distinto para justificar la misma conducta. Todos convierten el espíritu de la norma en un ejercicio de interpretación creativa.

Lo inquietante no es que lo hagan, sino que lo hayamos aceptado como paisaje, como si la República fuera un telón de fondo que ya nadie se molesta en revisar.

El dilema, entonces, es tan simple como grave: o reformamos las normas para que reflejen la realidad, o las cumplimos con rigor.

Lo insostenible es seguir habitando este territorio difuso donde la campaña empieza sin empezar, donde los recursos fluyen sin contarse y donde aspirar al poder termina siendo una demostración de flexibilidad ética. Ese limbo solo conduce a un país que deja de creer en sus propias reglas.

La pregunta final es quizá la más decisiva: ¿a quién queremos confiarle la representación moral de la Nación? ¿A quien, desde el primer gesto, revela que la ley es un obstáculo que se dobla según la conveniencia? ¿O a quien comprende que aspirar al poder es, antes que una travesía electoral, una prueba de carácter, un acto de respeto hacia una ciudadanía que aún espera que alguien cumpla las reglas incluso cuando nadie vigila?

La política, al final, es un espejo moral. Siempre devuelve el reflejo de quien se mira en él.

Si la Presidencia simboliza a todos, su origen debería simbolizar algo más que astucia. Inaugurar un proyecto nacional desde la elusión —elegante, sí, pero elusión al fin— no demuestra habilidad.

Revela, más bien, un país que ha empezado a olvidar que la decencia también tiene tiempos propios, y que la democracia necesita, para sobrevivir, que al menos alguien tenga la voluntad de respetarlos.

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jueves 4 de diciembre, 2025
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