Cali, junio 29 de 2025. Actualizado: viernes, junio 27, 2025 22:30
Los ríos de la Sierra Nevada de Santa Marta y sus estuarios
Colombia –según la revista Forbes– es el tercer país más bello del planeta, con un potencial turístico inigualable.
Su fulgor esmeralda nace de la exuberancia del bosque tropical y de su biodiversidad asombrosa: dones sagrados que no podemos seguir desgastando.
Una de sus maravillas naturales es la Sierra Nevada de Santa Marta, una mole costera que, independiente de nuestras cordilleras, se alza solitaria hasta rozar los 6.000 metros sobre el nivel del mar.
Desde hace décadas, este templo natural ha estado bajo la amenaza de la deforestación y los cultivos ilícitos.
Los pueblos indígenas de la sierra, «guardianes del mundo», consideran ese territorio sagrado e inviolable: allí, dicen, palpita el corazón del planeta.
Es el hogar ancestral de los arhuacos, los wiwas, koguis y kankuamos -nietos de la cultura Tairona-, así como de campesinos y colonos como el gran Carlos Huertas, «el cantor de Fonseca», nacido en Dibulla frente al mar Caribe, aquel que bautizaron en Barranca y quien en toda La Guajira se hizo libre.
La sierra engendra los ríos más hermosos del mundo, que junto al mar Caribe cincelan los estuarios más bellos del universo.
Zambullirse en un estuario tropical es una experiencia que no tiene comparación. Son lugares mágicos donde el río y el mar se encuentran en un maridaje perpetuo: un connubio perfecto.
Los estuarios acunan ecosistemas híbridos, refugio de especies que dependen tanto de las aguas dulces como salobres. Su riqueza es aún más sorprendente cuando se forman en las playas del Caribe, y más aún si los ríos descienden indómitos desde la Sierra Nevada de Santa Marta, atravesando los departamentos del Magdalena y La Guajira.
Claro está: nadar, pasear o simplemente descansar en una hermosa playa es un placer inolvidable. Pero hacerlo en los estuarios guajiros o samarios –donde la calidez del mar se mezcla con la frescura del río– es una dicha celestial.
De los 35 ríos que brotan de la Sierra, algunos desembocan en la Ciénaga Grande del Magdalena; otros, en el río Cesar. Pero mis favoritos se entregan al mar Caribe.
Aquellos que atraviesan la ciudad de Santa Marta –como el Gaira y el Manzanares– han sido maltratados con desdén: la urbe los ha convertido en vertederos de basura. Los samarios tienen pendiente la tarea, ineludible, de rescatarlos.
En cambio, otros ríos aún conservan su encanto casi sagrado: Piedras, Mendihuaca, Buritaca y Don Diego en el Magdalena; Palomino y Jerez en La Guajira, aunque frágiles y amenazados, son verdaderos ríos de ensueño.
El río Piedras tiene un cauce breve y alcanza el mar con dificultad. Recuerda al Aracataca de Gabo: «un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos[1]». En la playa Los Naranjos, sus olas convocan campeonatos de surf. Su estuario, si bien pequeño, es deslumbrante. Eso sí: cuidado con los caimanes que lo rondan.
El Mendihuaca es una joya delicada, cuya cuenca peligra por la deforestación. Su caudal es tan modesto que, durante algunas horas, no logra consumar su unión con el mar.
Debe vencer la marea alta y esperar a llenarse -como una laguna- para luego desbordarse. Su playa, atestada de extranjeros que hacen paddle surf, vibra con acentos del mundo entero.
El Buritaca es un paraíso en sí mismo: mar arisco de oleaje rudo y un río majestuoso, tuquio de peces, muchillás[2], nutrias, monos aulladores y babillas.
Ideal para practicar kayak, para contemplar la Sierra Nevada al fondo, o simplemente dejarse hechizar por su paisaje.
El Don Diego, de aguas frías, es un deleite para el turismo de aventura. Uno puede descender en llantas desde las estribaciones de la Sierra hasta su estuario, donde pescan los cormoranes y aúllan los monos.
En su trayecto está Taironaka, enclave ancestral donde el legado Tairona revive entre piedras y silencio.
El río Palomino, que marca el límite entre La Guajira y el Magdalena, ofrece un estuario amplio y sereno, rebosante de vida. Su playa vecina, Playa Escondida, es un secreto a voces: interminables cocoteros la convierten en una de las más bellas del país, frecuentada por mochileros devotos del turismo ecológico.
Por último, el río Jerez —o Dibulla— cuyo nombre indígena significa «laguna a orillas del mar», desemboca en un rincón romántico con atardeceres de ensueño.
Allí las playas parecen susurrar. Es un lugar sereno, ideal para conversar con el mar, que poco a poco gana su merecido renombre turístico.
Debe ser cierto, como dijo Khalil Gibran, que «os ríos tiemblan de miedo antes de llegar al mar». No debe de ser poca cosa enfrentarse a ese infinito que te va a engullir para siempre.
Y, sin embargo, en los estuarios -nosotros, los humanos- no tememos: allí nos conectamos, nos sosegamos… y nos armonizamos