Cali, septiembre 20 de 2025. Actualizado: sábado, septiembre 20, 2025 00:41

Jaime Alberto Leal Afanador

Oro debajo del carbón

Jaime Alberto Leal Afanador - Rector UNAD

La historia de Thomas Alva Edison es fascinante para quienes nos preocupamos por educar con valor. Siempre hemos escuchado que este norteamericano realizó múltiples inventos como el telégrafo, la bombilla, el fonógrafo y hasta el vehículo eléctrico, entre cientos de desarrollos y por los que la humanidad le debe gratitud eterna.

Pero si no hubiera sido por Nancy Elliot, posiblemente esas maravillas no se hubieran podido crear.

Nancy fue su madre, y cuentan que cuando Thomas tenía siete llegó de la escuela con una nota de su profesor.

Como el niño no sabía leer le pidió a ella que le dijera qué decía. Entre lágrimas, Nancy le leyó: “Su hijo es un genio. Esta escuela es demasiado pequeña para él y no cuenta con maestros suficientemente buenos para enseñarle. Por favor, enséñele usted misma”.

Cuando Thomas tenía más de 20 años su madre murió y él halló la carta, que no decía lo que había leído Nancy, sino algo aterrador: “Su hijo es mentalmente deficiente. No podemos permitir que siga asistiendo a nuestra escuela. Queda expulsado”.

Mientras su profesor lo minusvaloró, su madre lo enriqueció, y esa actitud le llevó a ser un genio.

Hay muchas historias como la de Alva Edison. Son muchos los grandes deportistas, artistas, oradores y escritores, entre otros, que fueron rechazados por quienes debían ser sus educadores y mentores, simplemente porque no respondían a las expectativas de ellos.

En Colombia, por ejemplo, uno de los más famosos restaurantes que tenemos, fue producto de un trabajo de grado de estudiantes de administración de una prestigiosa universidad privada, cuyo rector desconoció el esfuerzo de estos visionarios por considerar que el naciente negocio no estaba a la altura de profesionales de su universidad.

Y así, como estos casos, erróneamente valoramos o somos estigmatizados porque no se siguen los estándares que la mayoría quiere y, entonces, se asume, que la persona, su conducta, inteligencia, competencias o habilidades, sencillamente no sirven porque no siguen los mismos modelos tradicionales en un trabajo, oficio, profesión, disciplina o comunidad.

Creemos, y queremos, que todas las personas brillen y tengan valor, como el oro, y desconocemos que el carbón, comercialmente valorado como inferior al oro, por su cantidad, color y consistencia y estética opaca, esencial para la generación de energía, química de la vida y fertilidad del suelo, es tan o más importante que el propio oro.

Así, muchas personas son tratadas como si fueran carbón; es decir, minusvaloradas y menospreciadas, porque en el parecer de los otros no brillan y no tienen las mismas características del oro, pese a que tienen un maravilloso potencial.

Así como la experiencia nos han enseñado que no todo lo que brilla es oro, también debemos aprender que no todo carbón es de poco valor.

Cuando valoramos a las demás personas únicamente desde nuestra óptica, no sólo ofendemos su dignidad (con malos tratos, desconocimiento de su capacidad y burla), sino que nos negamos la posibilidad de aprender y de crecer y ver la vida de otra forma.

Por muchas generaciones, y siglos, la sociedad desconoció y rechazó (y aún hoy lo hace) a personas ateas o muy religiosas, de color, de expresiones homosexuales o transgénero, ancianas, con tatuajes y piercings, de ciertas agrupaciones y hasta con discapacidad, entre otros, como si su respetable condición les impidiera ser brillantes, creativas, intelectuales, sensibles o, hasta más humanas y mejores seres, que quienes los cuestionaron.

El “conflicto” no es de quienes no responden a nuestros estándares, sino de nuestra actitud y del cerramiento de nuestra mente. Por ello, siempre he recordado la afirmación (que algunos atribuyen al físico Albert Einstein y otros al artista Frank Zappa), en el sentido de que “la mente es como un paracaídas: solo funciona si se abre.

Mantenernos en nuestras ideas, de siempre, sin convivir con las distintas percepciones y vivencias del mundo, nos convierte – como los caballos con anteojeras– en limitados para ver los 360 grados de nuestro entorno.

Aceptar, escuchar, aprender, respetar y convivir con quienes no consideramos propios de nuestra realidad, es un gran camino para ver, comprender y disfrutar mejor el mundo.

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