¿Dormir en dos fases, mejor que el sueño continuo?

Durante siglos, el descanso nocturno se dividía en dos periodos: el “primer sueño” y el “segundo sueño”, separados por una o dos horas de vigilia.

Registros históricos europeos, africanos y asiáticos muestran que, tras acostarse con la puesta de sol, la gente permanecía despierta a medianoche para rezar, conversar, trabajar el fuego o incluso socializar y retomar el descanso hasta el amanecer.

Estos intervalos intermedios no eran silencios vacíos, sino instantes de conciencia que fragmentaban la noche y dotaban de sensación de alivio a las largas horas invernales.

La noción moderna de dormir ocho horas seguidas surgió con la Revolución Industrial, cuando la luz artificial y los turnos de fábrica favorecieron un único bloque de descanso continuo.

Del sueño segmentado al continuo

Con la instauración de lámparas de aceite, gas y luz eléctrica, nuestro ritmo circadiano se reprogramó. La exposición a la luz nocturna retrasa la melatonina y dificulta el despertar tras pocas horas de sueño.

Experimentos en cuevas y estudios en comunidades sin electricidad, como en Madagascar, confirman que, sin señales luminosas, las personas tienden a retornar al hábito ancestral de dos fases.

La investigación del Laboratorio de Cognición Temporal Ambiental de la Universidad de Keele (Reino Unido) advierte que la ausencia de aquel intervalo de medianoche aumenta la ansiedad y hace que el tiempo “se estire” cuando despertamos antes del amanecer.

Para los expertos en trastornos del sueño, reconocer esta herencia evolutiva y aplicar estrategias como la terapia cognitivo-conductual —levantarse tras 20 minutos de insomnio, leer con luz tenue y evitar mirar el reloj— puede mejorar la calidad del descanso.

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