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Monterroso, Pacheco y Halfon, escritores telúricos

Eclipses y sismos en la literatura

Eclipses y sismos en la literatura
domingo 15 de mayo, 2022

Luis Ángel Muñoz Zúñiga
Especial Diario Occidente

Los eclipses y los sismos son fenómenos naturales que conmueven la curiosidad humana, diferenciados, porque mientras los primeros son anunciados con precisión científica, producen placer y hasta guían las labores agrícolas; los segundos son inesperados, generan terror y provocan daños materiales y muertes.

Aunque ambos inspiran la narrativa, exceptuando a los guatemaltecos Augusto Monterroso (1921-2003) y Eduardo Halfon (1971), son contados los escritores que los recrean literariamente. Tal vez, porque los escritores teman fracasar cuando los lectores desechan recuerdos dolorosos.

Los sismos se rezagan a la mera noticia y quedan reseñados en los archivos geológicos. Destino diferente han corrido los sismos en el cine de suspenso, por ejemplo, “Terremoto”, de Mark Robson, EE. UU 1974. Los eclipses, además de materia fundamental de la astronomía, tienen gran aceptación entre los lectores.

Augusto Monterroso, con “El eclipse”, es uno de los cuentistas más completos sobre el fenómeno astronómico, con su tono literario, rigor etnográfico, histórico, científico, antropológico y social.

Monterroso, también, escribió uno de los cuentos más breves de la literatura. ” Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. ” El eclipse”, es fuente para evaluaciones de la lectura crítica y en las pruebas de Estado.

El Eclipse

“Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo. Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida. –Si me matáis- les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura. Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén. Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante sobre la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles”.

La memoria infantil

“4 de febrero de 1976. Yo tenía cinco años. A las tres de la madrugada, mientras dormía, un terremoto sacudió a Guatemala. En cuestión de minutos, partes de mi ciudad – de mi mundo- dejaron de existir. Barrios enteros fueron inmediatamente destruidos. Ahora entiendo que murieron más de treinta mil personas, casi todas mientras dormían, que un millón de guatemaltecos se quedaron repentinamente sin hogar. Ahora entiendo la historia de aquel terremoto: los números y las cifras de lo que aconteció ese trágico día y sus consecuencias. Pero lo que supe entonces, lo que observé y viví con mi inocencia de niño, estaba más próximo al verdadero entendimiento. Aún puedo recordar, si me concentro, el olor ahumado y estático del caos en las calles, el silencio muerto de los árboles sin ave alguna, la mirada perdida de tantas personas merodeando sin rumbo y sin hogar. Recuerdo la legión de voluntarios, esos héroes marginados, entregando agua potable, comida, ropa, lo que fuese necesario. Recuerdo, no sé por qué, el constante chasquido de vidrios rotos. Y recuerdo todas las historias y testimonios que, como bálsamos, la gente empezó a contarme”. (Biblioteca Bizarra, La memoria infantil. marzo 2019. Eduardo Halfon).

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Miro la tierra

América es un continente sísmico donde han ocurrido muchos movimientos de la tierra que han destruido varias ciudades. Entre los movimientos telúricos más destacados, figuran: Guatemala (1976), México (1985), Chile (2010). Desde siglos pasados, los cronistas narraron que la tierra siempre ha bramado en el continente por los fenómenos telúricos. Sería muy extenso relacionar los lugares, fechas e intensidades, destrucciones y víctimas. José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Juan Villoro, Elena Poniatowska, Ignacio Padilla, Rocío Castro, entre otros, figuran como los escritores que los registran literariamente. José Emilio Pacheco, con “Miro la tierra”, nos presenta su poema siempre vigente: “Suelo es la tierra que sostiene/ el piso que ampara, la fundación/ de la existencia humana, Sin él/ no se implantan ciudades ni puede alzarse el poder. / Los pies en la tierra/ decimos para alabar la cordura, / el sentido de la realidad. Y de repente/ el suelo se echa a andar, / no hay amparo:/ todo lo que era firme se viene abajo. / Dondequiera que pises no habrá refugio. / El suelo puede ser de nuevo mar, encresparse. / Hasta el muro más fuerte se halla en peligro. / No se alzan ciudadelas contra el terror. / Nuestra tierra no es tierra firme” (Miro la tierra. Poemas 1983-1986. José Emilio Pacheco. Ediciones Era 1986)

Fotos: Pixabay

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