Cali, octubre 31 de 2025. Actualizado: jueves, octubre 30, 2025 23:16
¿Por qué no sabemos disfrutar sin contarlo todo?
Hay una nueva forma de ansiedad colectiva que no se cura con meditación ni con terapia. Se manifiesta cuando alguien ve un estreno y siente un impulso incontrolable de contarlo.
No puede callar. Tiene que comentar, analizar, teorizar, enviar memes, hacer hilos. Es el síndrome del spoiler: esa necesidad moderna de compartir una experiencia antes de terminar de procesarla.
En otros tiempos, la gente veía una película y luego guardaba silencio, la dejaba reposar, la comentaba en una cena o la recomendaba en voz baja.
Hoy, en cambio, basta con que termine el último capítulo para que alguien grite en redes: “¡No puedo creer que lo hayan matado!”. Sin contexto, sin filtro, sin compasión. Un spoiler no es solo una frase, es un atentado emocional. Y, aun así, todos lo hacemos alguna vez.
Hay diferentes tipos de “spoileadores”. Está el ingenuo, ese que no se da cuenta del daño que causa. Empieza diciendo “tranqui, no te contaré nada”, y justo después suelta: “solo te digo que el final te rompe el corazón”.
Luego está el académico, el que analiza tanto la trama que la destruye: “la serie plantea una crítica al capitalismo tardío expresada en el giro narrativo del episodio seis”. Traducción: te acaba de arruinar la sorpresa.
También está el militante, el que siente que su deber moral es avisarte todo. Cree que evitarte un trauma es un acto de amor, así que te advierte: “No te encariñes con el protagonista”.
Y por último, el provocador, el villano natural de internet, el que disfruta revelar el secreto solo para ver el mundo arder. Ese que comenta debajo de un tráiler: “Ya la vi, muere al final”. Es el Joker del entretenimiento.
Muy cotidiano
Pero el síndrome del spoiler no solo vive en redes. También invade la vida cotidiana. Está el amigo que te dice “ay, ya vas a llegar a la parte en que ella se entera”.
El compañero de trabajo que destruye la sorpresa mientras calientas el almuerzo. O el familiar que, sin mala intención, te resume toda la película mientras tú apenas estás escogiendo asiento en el cine.
Detrás del spoiler hay algo más profundo que un simple impulso: la necesidad de compartir. Ver algo solo ya no basta; necesitamos hacerlo público para sentir que realmente pasó.
Las plataformas nos entrenaron para convertir cada emoción en contenido: la risa en un reel, la tristeza en una historia, el asombro en una publicación. El spoiler es una extensión de esa urgencia de no vivir en silencio.
El problema es que, en ese apuro por contar, olvidamos experimentar. Nos volvimos consumidores acelerados, devorando series a velocidad doble, evitando pausas, queriendo saber el final antes de sentir la historia.
Lo curioso es que el spoiler, en su esencia, revela algo sobre nosotros: no soportamos la incertidumbre. Queremos saber antes de vivir.
Es el mismo mecanismo que nos hace revisar mensajes sin leer, adelantar películas o preguntar “¿cómo termina?” a los 15 minutos.
Y, sin embargo, el encanto del arte —como el de la vida— está en no saber. En sorprendernos. En sentir sin mapa. Cada vez que alguien te arruina un final, te roba un instante de asombro, esa emoción tan escasa en un mundo donde ya todo parece predecible.
Por eso, deberíamos instaurar un pacto de silencio sagrado: dejar que cada quien viva su historia a su ritmo.
Aprender a guardar lo que disfrutamos sin la urgencia de compartirlo. Hablar de la emoción sin detallar el desenlace. Recordar que la sorpresa también es un derecho.
Así que la próxima vez que termines una serie y sientas ese impulso de publicar el gran giro final, respira. Tómate un café, llama a alguien, escribe en tu diario, pero no lo digas.
No prives a los demás del placer de descubrir. Porque, en el fondo, disfrutar algo en secreto también es una forma de libertad. Y además, hay una satisfacción especial en mirar a alguien que apenas empieza y pensar: “No sabes lo que te espera… y me alegra que aún no lo sepas”.


 
            