Cali, octubre 2 de 2025. Actualizado: miércoles, octubre 1, 2025 22:43
Colombia, rehén en sus propias carreteras
Colombia ya no solo se debate entre la violencia rural y la inseguridad urbana: ahora, hasta sus carreteras se han convertido en territorio tomado.
Lo que antes representaba integración, comercio y movilidad, hoy es un campo minado de retenes ilegales, extorsiones y secuestros.
Desde la Panamericana en el suroccidente hasta las vías del Caribe, pasando por los corredores del oriente y el centro, los caminos nacionales retratan de manera dolorosa nuestra fragilidad institucional.
Moverse libremente por el país, un derecho elemental en cualquier democracia, se transformó en un privilegio restringido.
Cada cierre en la vía se traduce en alimentos que no llegan a las ciudades, en productos que se dañan en los camiones, en precios que suben para los consumidores y en familias enteras sometidas al miedo.
Lo que debería ser un símbolo de unidad nacional se ha degradado en un recordatorio constante de la incapacidad estatal para garantizar lo mínimo.
La parálisis en las vías no solo afecta la economía, erosiona la confianza en el Estado. El campesino que pierde su cosecha, el transportador obligado a pagar un “peaje” ilegal o el turista que teme viajar por carretera, todos terminan interiorizando la misma conclusión, aquí manda más el crimen que la ley.
Esa percepción es letal, porque destruye la credibilidad en las instituciones y normaliza la presencia de actores ilegales como dueños del territorio.
El impacto económico también es demoledor. Según gremios de transporte y comercio, los cierres y bloqueos pueden costarle al país millones de pesos diarios, cifras que se multiplican si sumamos el encarecimiento de los alimentos, las pérdidas en turismo y el freno al comercio exterior.
El costo lo paga cada ciudadano en la canasta familiar, en los productos que nunca llegan a los anaqueles y en la incertidumbre de no saber si un viaje terminará en destino o en tragedia.
La contradicción es evidente. Mientras se habla de reconciliación en foros internacionales, dentro del país reina la anarquía en las carreteras.
El Estado, que debería ser garante de seguridad y movilidad, aparece como un espectador pasivo. En departamentos como Cauca o Arauca, las comunidades saben que antes de planear un viaje deben preguntar no por el clima o el estado de la vía, sino por cuál grupo armado tiene el control del corredor ese día.
Esa es la radiografía de un país donde la institucionalidad se desangra y el ciudadano queda reducido a la indefensión.
No puede haber desarrollo, integración ni verdadera paz si los colombianos no pueden transitar con seguridad por su propio territorio.
La paz no se decreta con discursos, se materializa con presencia estatal efectiva, con Fuerzas Armadas que controlen las rutas, con justicia que castigue a quienes se enriquecen del miedo.
Mientras el Gobierno insista en mirar hacia otro lado, las carreteras seguirán siendo el recordatorio de que la violencia nos robó incluso el derecho a movernos libres en nuestra propia tierra.