Cali, noviembre 7 de 2025. Actualizado: viernes, noviembre 7, 2025 22:31
Del argumento al agravio: el ruido y el insulto remplazan las ideas
Durante el periodo electoral, las plazas y los medios se llenan de voces que más que hablar, gritan.
Los candidatos se lanzan sobre los micrófonos como si fueran púlpitos de redención o trincheras de guerra, y el ciudadano, cansado de promesas, termina votando por la presión del entorno o más por circunstancias que por convicción.
Hemos hecho de la política una competencia de insultos, una feria de espejos donde cada uno refleja la sombra del otro para parecer más puro, más justo, más digno.
Hablar mal del otro se ha convertido en una estrategia más rentable que hablar bien de uno mismo. En la lógica torcida del poder, la injuria da votos, la duda desarma y la mentira se disfraza de verdad con una sonrisa bien ensayada. Los partidos ya no parecen movimientos de ideas, sino clubes de resentimiento.
Y en ese ruido, en esa batalla de egos y descalificaciones, se pierde la esencia de lo político: el diálogo, el acuerdo, la búsqueda común de un destino compartido.
La modernidad, con toda su tecnología y sus redes, no ha conseguido rescatar la nobleza del debate público.
Al contrario: lo ha hecho más inmediato, más visceral, más propenso al linchamiento que a la reflexión.
Cada tuit se convierte en sentencia; cada opinión, en campo minado. Y mientras tanto, los problemas verdaderos, la pobreza, la educación, la justicia se pierden en la esquina del discurso, esperando que alguien los mire sin cálculo electoral.
La política, sin embargo, sigue siendo una herramienta indispensable para la vida en comunidad. Es el lenguaje con el que una sociedad se da forma, se piensa, se corrige.
Renunciar a ella sería renunciar a la posibilidad misma de convivir. Por eso, el ciudadano moderno no puede limitarse a la queja ni al sarcasmo: debe participar, exigir, informarse, asumir que el voto no es un premio ni un castigo, sino un acto de responsabilidad.
Quizás el gran desafío de nuestro tiempo no sea elegir al menos malo, sino reaprender el lenguaje de la política limpia: aquella que discute sin destruir, que propone sin mentir, que compite sin odiar.
Porque mientras sigamos creyendo que hablar mal del otro es la mejor forma de ganar votos, seguiremos eligiendo con el oído del resentimiento, no con la conciencia de la esperanza.
Y entonces, ¿qué será de una democracia donde la palabra pierde su decencia? ¿Cómo podrá florecer un país si la conversación pública se pudre en el insulto y la mentira? ¿Podrá algún día el ciudadano escuchar sin rabia, debatir sin rencor, elegir sin miedo?
Tal vez sea hora de que el poder deje de ser un botín y recupere su dignidad de servicio. Tal vez sea hora de que el ciudadano deje de esperar que lo salven, y se atreva, por fin, a salvarse votando con el corazón despierto.
Porque si algo enseña la historia, esa vieja maestra que siempre habla y casi nadie escucha, es que los pueblos no se hunden solo por los tiranos que los gobiernan, sino por el silencio de los que prefieren mirar hacia otro lado.
