Cali, mayo 23 de 2025. Actualizado: viernes, mayo 23, 2025 17:44

Edwin Maldonado

La seguridad que merecemos

Edwin Maldonado

El secuestro de Lyan Hortúa en Jamundí, que tuvo en vilo al país y que ahora está teniendo un desenlace turbio, debe preocuparnos a todos como sociedad e invitarnos a condenar el secuestro y la extorsión sin vacilaciones ni justificaciones.

Más allá de los detalles en investigación —que podrían involucrar redes criminales y disputas ajenas al niño—, hay un hecho innegable: un menor de 11 años fue secuestrado, su familia obligada a pagar por su libertad, y uno de sus parientes fue asesinado.

Cualquiera sea el trasfondo y la procedencia de su familia, el secuestro de un niño y el asesinato de un civil son actos que deben ser condenados con firmeza.

Nada justifica que estructuras criminales se sigan tomando el territorio, imponiendo su ley y exponiendo a los ciudadanos al miedo permanente.

Este caso, independientemente de sus complejidades, refleja una dolorosa verdad: hoy en Colombia, cualquiera puede ser rehén de un conflicto que el Estado no ha sabido controlar.

Y lo más grave es que no se trata de un hecho aislado. En las últimas semanas, Cali y Palmira han sido blanco de atentados con explosivos; Jamundí vive bajo amenaza constante; y en Tuluá y Buenaventura se multiplican las extorsiones y el control territorial por parte de estructuras criminales.

Las disidencias, el ELN y bandas urbanas están ampliando su poder mientras el Gobierno insiste en ceses al fuego que no se traducen en desmovilización ni en garantías para la población.

El crimen no ha hecho tregua. El Estado sí. El presidente admite que “la guerra es el fracaso del Estado”, pero evita reconocer que su estrategia también ha fracasado.

Porque en lugar de rectificar, ha debilitado la capacidad operativa de la Fuerza Pública, ha dejado sin respaldo a gobernadores y alcaldes, y ha cedido terreno —literalmente— a quienes operan al margen de la ley.

Colombia necesita recuperar el monopolio legítimo de la fuerza. Proteger a los niños, a los líderes sociales, a los empresarios, a los trabajadores, al campesino y al ciudadano del común.

El Estado debe ser, sin excepción, el único actor autorizado para ejercer la fuerza. Recuperar ese principio no implica militarizar el país, sino restablecer la autoridad en los territorios donde hoy mandan las disidencias, las bandas criminales o los intereses privados armados.

Esto requiere una Fuerza Pública con respaldo político, recursos adecuados, reglas claras de actuación y mando unificado.

El debilitamiento institucional ha permitido que grupos armados se expandan, extorsionen y asesinen con impunidad.

Recuperar el monopolio legítimo de la fuerza es proteger la democracia, restablecer el orden y garantizar la soberanía en cada rincón del territorio nacional.

La seguridad moderna se basa en inteligencia estratégica y judicial, no en operativos reactivos. Colombia necesita una arquitectura nacional de inteligencia criminal que permita anticiparse al delito, rastrear las finanzas ilícitas, identificar patrones de violencia y desmantelar redes completas, no solo capturar eslabones débiles.

Esto exige coordinación real entre la Policía, la Fiscalía, los jueces, las Fuerzas Militares, las unidades de análisis financiero y los gobiernos regionales.

Sin justicia eficaz, no hay disuasión posible. Y sin información compartida y analizada colectivamente, no hay prevención sostenible. La seguridad requiere instituciones que trabajen unidas, no dispersas ni enfrentadas.

Ninguna estrategia de seguridad será efectiva si el Estado no recupera el control territorial, entendiendo esto como algo más que presencia armada.

Implica garantizar movilidad segura, evitar zonas vedadas, proteger las vías estratégicas y asegurar que la ley sea la misma para todos, en todos lados. Para lograrlo, los gobiernos locales —alcaldías y gobernaciones— deben ser actores centrales, no espectadores.

Son ellos quienes conocen los riesgos, las dinámicas locales y los actores comunitarios. El Gobierno Nacional debe coordinar con ellos planes de seguridad integrales, con recursos, metas claras y seguimiento. Sin esta articulación, seguiremos repitiendo errores y dejando territorios a la deriva.

La seguridad no puede ser un privilegio de unos pocos ni limitarse a zonas con inversión o presencia institucional histórica. Debe ser un derecho garantizado a todos: al niño del campo, al comerciante urbano, al líder comunitario, al transportador en la vía, al empresario en la ciudad.

La percepción de abandono selectivo alimenta la desconfianza, la informalidad y profundiza las brechas entre centro y periferia.

Una política de seguridad incluyente debe garantizar presencia preventiva del Estado en las regiones más vulnerables, respuesta rápida ante el crimen y reparación efectiva para las víctimas. Si no protegemos a todos por igual, no construiremos paz ni justicia duradera.

La seguridad que merecemos es autoridad legítima, basada en inteligencia, justicia y coordinación interinstitucional; control del territorio y articulación con los gobiernos locales; y protección efectiva a toda la población, sin distinción económica, social o territorial.

Y para lograrlo, no bastan los discursos: se requiere decisión, articulación institucional y una política de seguridad moderna, firme e incluyente.

La verdadera paz se construye con confianza y con autoridad, no con miedo. Con resultados, no con narrativas. Porque no se puede hablar de paz donde el secuestro se normaliza; ni de justicia donde las víctimas entierran a los suyos en silencio; ni de “estar al lado del pueblo” mientras se lo deja a merced del crimen.

No podemos seguir a merced de los criminales. Colombia merece seguridad con autoridad legítima, justicia real y un Estado que proteja a su gente.

La seguridad que merecemos es la que cuida a las personas, para que cada ciudadano pueda desarrollar su vida y su proyecto sin miedo a ser robado, extorsionado, secuestrado o asesinado.

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viernes 23 de mayo, 2025
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