Cali, septiembre 14 de 2025. Actualizado: viernes, septiembre 12, 2025 23:57

Pedro Luis Barco Díaz, Caronte

Nuestro Código Ambiental: Buena letra y mala ejecución

Pedro Luis Barco Díaz, Caronte

Un Código de Recursos Naturales y Protección Ambiental es una partitura jurídica que debe reconciliar el vértigo del progreso con el sosiego del equilibrio, para que el desarrollo no aplaste la vida, sino que avance al compás del aliento que palpita en la tierra, el agua y el cielo.

Nuestro Código es considerado una joya jurídico-ambiental cuya importancia pocos discuten.

Según Manuel Rodríguez Becerra, primer ministro del Medio Ambiente, «representa una síntesis entre el conservacionismo utilitarista y el ambientalismo moderno. Fue una apuesta visionaria que, aunque imperfecta, sentó las bases para el desarrollo jurídico ambiental del país».

Colombia aún lo celebra como el primer código ambiental promulgado en el mundo.

Lo redactaron Julio Carrizosa Umaña y Enrique Pérez Arbeláez, acompañados por un selecto grupo de intelectuales, durante el gobierno de Misael Pastrana Borrero.

Pero el mandatario decidió no expedirlo, ante «rumores que surgieron en torno a que afectaba el Código Civil».

Carrizosa Umaña, el cachaquísimo gerente del recién creado INDERENA, era ingeniero, economista y filósofo con estudios en Harvard y en Los Andes.

Sostenía que el «conjunto de ecosistemas que llamamos Colombia es uno de los más complejos del planeta, y la sociedad que hemos construido es muy diversa pero demasiado simple».

Pérez Arbeláez, considerado el “padre de la ecología colombiana”, era un jesuita sobrio que, aunque de cuello clerical, era más un científico con sotana, que un rezandero con bata de laboratorio.

Doctor summa cum laude en Ciencias Biológicas de la Universidad de Múnich solía repetir: «es natural que el pueblo no quiera la ciencia, si esta no llega al pueblo».

Ambos comandaron un equipo interdisciplinario que redactó el Código en solo siete meses, entre octubre de 1973 y agosto de 1974.

Entre estos se destacaron, Mario Latorre Rueda, Hernán Vallejo Mejía y Margarita Marino de Botero. Lo hicieron con la urgencia de quienes saben que los ecosistemas no esperan.

Se cuenta que Álvaro Esguerra, jefe de la Oficina Jurídica de la Presidencia, le dijo al mandatario que el Código proponía que el agua, el aire y la biodiversidad no podían ser propiedad privada, y encima osaba imponer sanciones ambientales. Su recomendación fue tajante: «que ni se le ocurriera firmarlo».

Y entonces, el “prudentísimo” Misael Pastrana – el mismo que apenas un año y medio antes había desactivado la reforma agraria de Lleras Restrepo, decidió archivarlo en algún cajón, junto a otros sustos jurídicos.

Por entonces, el derecho ambiental apenas emergía, tensionando los pilares del Código Civil, que no contemplaba la función ecológica de la propiedad ni el dominio público sobre bienes naturales.

Bajo la vigencia de la Constitución de 1886, esas ideas eran inauditas, casi heréticas.

Finalmente, el Código fue expedido en 1974 por López Michelsen, no sin antes someterlo a una operación de exodoncia jurídica, que realizó con la chabacanería de dentista de pueblo y que fue promovida por gremios del sector extractivo.

Los dientes del Código quedaron regados por el piso del Palacio de La Carrera.

En sus Memorias, Manuel Rodríguez Becerra confirma que «en la revisión, se eliminaron los aspectos reglamentarios y procedimentales. También, se eliminó el título correspondiente a sanciones, que a la postre debilitó su aplicación».

Treinta y cinco años después, esa omisión fue parcialmente subsanada por la Ley 1333 de 2009, que estableció el procedimiento sancionatorio ambiental.

Fue Uribe quien –paradójicamente– practicó el implante jurídico. Aquel texto que era pura poesía legal adquirió, bajo su gobierno, dientes normativos.

El presidente, quien jamás se distinguió por abrazar árboles y sigue siendo amigo irrestricto del glifosato, terminó protegiendo los bosques. Eso sí, antes de firmar, dispuso atenuantes y eximentes que suavizaran su mordida.

Solo 47 años después, el derecho penal, siendo presidente Iván Duque, dejó de ver el ambiente como paisaje decorativo y comenzó a tratarlo como víctima.

En 2021, tras la pandemia, se promulgó la Ley 2111, que tipificó delitos ambientales como el ecocidio, la deforestación, el tráfico de fauna, la pesca ilegal y la contaminación.

Pero hasta hoy, no hay condenas emblemáticas. Aunque la Fiscalía creó una dirección especializada, enfrenta enormes obstáculos: escasez de peritos, normativas difusas, baja capacidad investigativa en territorios críticos como el Amazonas y el Pacífico, y presiones que frenan la judicialización de grandes infractores.

En resumen: la Ley 2111 ha sido más promesa que realidad. No está virgen, pero tampoco ha parido justicia.

Se han abierto investigaciones, pero aún no hay sentencias que marquen un antes y un después.

El Código Ambiental existe. Hoy tiene leyes que lo complementan, fiscales que lo investigan y jueces que lo citan… pero sigue siendo melodía sin orquesta: lo escribieron visionarios, lo mutilaron presidentes y gremios. Mejor dicho: ya tiene dientes, pero aún no muerde.

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domingo 27 de julio, 2025
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